domingo, 24 de julio de 2016

SI VA A SER PARA VOS…
1
Esa espléndida mañana de fines de septiembre, mientras se preparaba para ir al trabajo, Helena se acordó de la famosa frase de la abuela: “si va a ser para vos, de Europa viene”. Sonaba como un buen augurio que aplacaba las ansias de las casaderas,  pero la abuela profetizaba con total seguridad porque había visto mucho en el transcurrir de las historias del pueblo al que  había arribado junto con el siglo. .
Helena salió a la calle y se llenó los pulmones con el aire perfumado de la primavera recién comenzada. Muy cerca, un inusual movimiento se advertía en el pueblo casi siempre adormecido a esa hora; la locomotora resoplaba exhalando  vapor.  El contingente de inmigrantes con destino a las colonias para trabajar en las chacras de  algodón había llegado..
Siguió su camino aunque le hubiera gustado desviarse hacia la estación para ver a los viajeros que seguro bajaban despacio, uno a uno, buscando con la mirada alguna cara familiar y agudizando el oído para escuchar un acento conocido, mientras los colonos esperaban ansiosos y los caballos, atados a los carros, resollaban su aburrimiento. Era una escena repetida una y otra vez, las voces se alzaban en una confusa mezcla de castellano y  gringo  de origen diverso, las caras curtidas por el sol y las arrugas profundas rodeando  los ojos delataban a hombres acostumbrados a las fatigas del trabajo duro en una tierra dura. 
El pueblo se conmocionaba por un rato con cada llegada, los comentarios duraban unos días y después a seguir como siempre sólo que esta vez la noticia era que la guerra, por fin,  había terminado.
Unas cuadras más adelante, frente a la plaza, el  hotel “Bulgaria” abría sus puertas y al rato nomás, Helena estaba  instalada detrás del mostrador de recepción dispuesta a comenzar con su tarea. Un aleteo ilusionado le estremecía la piel, “hoy tiene que ser el día” soñaba pero el día pasó como cualquier otro, sin novedad ni agitación porque el hombre que había decidido que no estaba dispuesto a terminar sus días en una chacra se alejó del estrépito de la actividad en la estación, dobló en una esquina y desapareció.
Era un hombre joven, casi un muchacho, muy rubio, muy alto. Anduvo con prisa, hasta que alcanzó una calle bastante alejada del centro y se detuvo. El viento del norte soplaba con ganas y levantaba  una espesa polvareda sobre ese pueblo sosegado y caliente aún en primavera. Con movimientos nerviosos, metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Encendió uno y miró a su alrededor. Todo era desconocido, las casas, las plantas, la tierra… el cielo. Terminó de fumar, deshizo la colilla con la punta de su zapato y reanudó la caminata. Marchó sin rumbo y sin tiempo. La actividad del pueblo comenzaba a decrecer de a poco y el calor se hacía más intenso a medida que el sol avanzaba hacia el mediodía,
Después de desandar algunas cuadras el hombre llegó a la plaza y estuvo largo rato sentado con la frente entre las manos hasta que la tibieza del sol lo ayudó a calmarse un poco,  pudo ordenar sus pensamientos y contemplar fascinado las grandes espinas del abultado vientre de un palo borracho.  Hizo un esfuerzo para recordar las palabras en castellano que había aprendido, sabía que lo iban a ayudar en esta nueva tierra. Tenía hambre.  Revolvió dentro de su bolso, Encontró un resto de pan y fiambre envueltos en papel grasiento. Empezó a masticar sin ganas. La serie de dificultades que debía superar era interminable,   una buena razón para arrepentirse de escapar de la estación y para abrigar la esperanza de que lo estuvieran buscando pero ¿quién se preocuparía por la ausencia de alguien a quien no conocían? O tal vez sí lo buscarían… era él quien no quería ser encontrado. No deseaba ir al campo, ni a vivir ni a trabajar.
La siesta del pueblo estaba en su apogeo. Las palomas torcazas dejaban oír su canto lánguido y hacía largo rato ya que la gente había huido de  ese sol insolente para encerrarse en la frescura de sus casas.
Se  levantó y caminó  hacia el “Bulgaria”. En la recepción lo atendió el patrón del hotel, un búlgaro bien acriollado, a quien  chapurreó su pedido de alojamiento. El patrón lo acomodó enseguida; se dio cuenta de que estaba cansado y, también, muy asustado. Hablaría con él más tarde y vería de darle una mano.
Helena  ya no estaba para conocer al hombre que venía de Europa.

2

El hombre andaba corto de plata, así que a la mañana siguiente el dueño del hotel lo ubicó en  una pequeña vivienda algo alejada del centro, deshabitada hasta entonces. La torpeza de su castellano le dificultó la comunicación con los vecinos que  rondaban tratando de saciar su curiosidad sin nada de éxito. En los días siguientes tuvieron que conformarse con verlo pasear solitario y silencioso al atardecer por los senderos polvorientos con la mirada altiva y lejana. Lo apodaron “Alemán” con naturalidad y hasta con cariño porque en este pueblo a nadie le importaba mucho el país de origen ni de qué lado del conflicto estuvo cada quien y porque era más fácil llamarlo así que por ese nombre impronunciable que  lo hacía más ajeno todavía.
La necesidad llevó al hombre hasta el único taller mecánico importante que había en el pueblo. El tano Antonio, su dueño, lo recibió sin hacerle preguntas y le dio trabajo porque  leyó en el fondo de esa mirada  joven y desamparada que  necesitaba ayuda, que estaba desorientado y muy afligido.
Comenzó a trabajar en el taller ese mismo día y pronto demostró una dedicación casi obsesiva. Se levantaba al alba y el atardecer lo sorprendía agotado y sereno. Aprendió a manejar el idioma con más fluidez, ya podía conversar con los clientes del taller sin sentirse demasiado torpe y no parecía molestarle que le llamaran “Alemán” con tanta familiaridad.
Mientras tanto, iba y venía de su casa al taller. Sus progresos eran sorprendentes. El Tano estaba contento y también Francisca, su vecina la Gallega, que al fin había logrado derribar la valla de silencio, ya podía  ser útil y de paso enterarse de los más mínimos detalles de la vida del hombre. Sus intenciones eran sanas,  siempre tenía a mano una bolsa de verduras de su huerta, algún frasco de dulce, algún litro de leche recién ordeñada. Decía que le daba pena que estuviera tan solo. El hombre sonreía agradecido.
Mientras, la vida continuó su andar pausado en el pueblo. El verano lo envolvió en torbellinos de viento norte caliente, como bocanadas de fuego puro. Los pájaros sólo cantaban al alba y al atardecer.
La noche de Navidad el Tano Antonio lo llevó a su casa, lo sentó a la mesa familiar, su mujer le entregó un regalo. El “Alemán” se emocionó al recibirlo.  


3

Helena traía los cabellos atados atrás con una cinta inmaculadamente blanca y caminaba apresurada sobre la alfombra color oro viejo que se extendía sobre las veredas. Las hojas que aún quedaban en las ramas ya no mostraban su esplendor verdoso en esa mañana fresca y amarillenta en que, al doblar una esquina, chocó de frente con el hombre que vino de Europa. Sus mejillas se cubrieron de un rojo intenso y su  mirada oscura y asombrada quedó prendida de la  gris azulada de él.
El encuentro fue casual pero también un mandato del destino. Ella lo sintió como un  milagro y él sintió que estaba vivo  porque el corazón le golpeó fuerte dentro del pecho. En los meses que siguieron, Helena navegó entre nubes algodonosas. Él quiso ver el futuro pintado en los ojos de ella.
En la primavera, ella parecía un hada envuelta en tules cuando entraron a la Iglesia. Su felicidad era completa.  Él pensó que ahora podía mirar hacia adelante y contagiarse de la confianza en la vida que adivinaba sincera en esa gente sencilla.  Antonio y su mujer Rossina, fueron los padrinos de la boda. La “Gallega” hizo la torta y la familia de Helena preparó la fiesta.
Pero la  abuela no estaba nada contenta con lo que veía. Demasiada tensión en ese cuerpo de hombre joven, en ese rostro hermoso, en esa mirada que busca y no encuentra, como si una convulsión violenta a punto de estallar golpeara con furia desde adentro para arremeter contra esa soledad profunda y oscura  que guarda el horror de las cicatrices que  su cuerpo no muestra.

4

La casita desnuda y silenciosa de las afueras del pueblo tenía un habitante más. Helena despertaba en el joven una pasión honda y sincera. La ternura  que le inspiraba era la mayor que hubiera sentido jamás. Para Helena el amor estaba allí, al su lado de ese hombre que de Europa vino.
Él era un trabajador incansable. Trabajaba y trabajaba sin parar, sin sentir los rigores del clima y sin pensar en nada más que en su presente.  Los días transcurrían veloces y el espacio que habitaban mejoraba notablemente. Su rostro, ahora quemado por el sol y la mirada de sus ojos grises, que se habían vuelto atentos, lo hacía un hombre atractivo. Helena, orgullosa y confiada, construía una familia.

5

Un enero somnoliento les  anunció un hijo. Con paciente ternura Helena había convertido la casa en un hogar para los dos,  las tenues cortinas  de las ventanas separaban el interior del agobiante calor de afuera. – Con el niño toda va a ser mejor – soñaba mientras sacudía el polvo que se depositaba terco en los muebles.
Había notado al hombre nervioso e inquieto en los últimos días, pero lo atribuyó a los rigores del verano, siempre insoportable  por esa época. Él, mientras tanto, trabajaba con ahínco en el taller. Andaba taciturno y desencajado.- ¿Qué anda pasando, gringo? – le preguntó el “Tano” - ¿Te preocupa el hijo?
-       Sí, debe ser eso – le contestó y siguió trabajando.
Antonio supo que la respuesta no era sincera. Al atardecer, cuando hubo terminado su tarea, el “Alemán”  se despidió y emprendió el camino de regreso a su casa. Como tantas otras tardes, desde hacía un mes, se detuvo ante una  construcción recientemente terminada. Era una Iglesia, como las que se ven en las postales alemanas. Coloridos vitraux adornaban sus ventanas y puertas. La  torre se elevaba majestuosa, acariciando la transparencia del cielo. Un hombre alto, delgado y vigoroso impartía órdenes a los trabajadores en el idioma que él tan bien conocía. Se movía con un  andar enérgico entre los canteros del jardín que, rápidamente, se poblaban  de flores y alegraban la entrada bordeada de pinos azules.
Se parecía  mucho al padre que partió de su lado y nunca regresó. Un cosquilleo de inquietud lo agitó y el  desasosiego volvió a anidarse en su alma.
La que él llamó felicidad sólo había sido una tregua que estaba perdiendo consistencia. El amor y la preocupación de Helena ya no eran suficientes, Le dolía el niño que iba a nacer. Se sentía responsable, sin fuerzas, vencido, lo atormentaba la idea de que no quedaba sitio para él en el mundo.

6

Una noche, a horas muy avanzadas, Helena se despertó y no lo encontró a su lado en la cama. Asustada, se levantó a buscarlo. Lo halló sentado en el viejo sillón de cuero del comedor apenas iluminado por la luz de la luna, con la mirada perdida en un punto distante. Parecía lejano e inalcanzable.
Con su habitual ternura, Helena intentó acercarse a él pero fue rechazada bruscamente. Esa fue la primera manifestación concreta de irritable violencia en él.  Ella lo miró desconcertada por algunos segundos y guardó silencio. Al amanecer lo escuchó salir de la casa.
 Antonio también estaba preocupado. El “Alemán”  había levantado una barrera callada entre los dos. Trabajo y silencio, todo el día. Una semana después, Helena fue a ver al padre Esteban con feas marcas de golpes en el rostro bañado por las lágrimas. Él era el cura que los había casado y no pudo evitar el escozor culpable que le quemaba en la boca del estómago. Helena era una buena chica del pueblo, simple y directa. Él la había visto crecer y le enseñó el catecismo antes de darle la comunión. Esa mujer pálida,  angustiada, golpeada, era apenas una sombra de aquella niña. Trató de llevarle un poco de alivio a su alma. - Confíá en Dios y pensá en tu hijo – le dijo
Helena no quiso que su abuela lo supiera y decidió que la visitaría sólo cuando se borraran las marcas que el hombre había dejado en sus brazos y en su rostro 

7

Helena tardó un tiempo en tomar conciencia de que su vida junto al hombre que vino de Europa  había comenzado el lento camino hacia el fin  la misma noche en que él la rechazó por primera vez y que ya no habría retorno porque las pesadillas que torturaban sus noches y los gritos desgarradores que se escuchaban en todo  el vecindario lo habían arrancado de su lado. La desesperación que lo despertaba bañado en un sudor frío; el miedo que le provocaba temblores de espanto y esos murmullos en un idioma  que Helena no entendía emergiendo de sus labios resecos se abrían y cerraban dolorosamente eran las manifestaciones del mal  que se agigantaba y se tornó monstruoso con el transcurrir del invierno.
Antonio se dio cuenta de que su  amistad y su paciencia de ya no servían, pero no quiso rendirse todavía. – Gringo – le dijo - No estás solo, Helena te quiere y está sufriendo por vos. Pronto va a nacer tu hijo – la voz de don Antonio se perdió en un susurro. El hombre  ya no lo miraba, sus ojos se dirigían obstinadamente hacia adelante, buscando un punto perdido en la lejanía.
La gente del barrio no quiso ser indiferente  y tomó partido. La abuela se  llevó a su nieta lejos de allí y el hombre que había venido de Europa se encerró en la casa.

8

Helena había dejado de pertenecer al universo consciente  de su marido antes de marcharse de la casa. Él, como en un sueño, miraba sin ver la lejanía… los gritos cesaron, el silencio se hizo aterrador. La gente evitaba caminar por la vereda de esa casa cerrada y tenebrosa.
Cuentan los vecinos que un día salió de allí  y que no regresó. Alguien comentó que lo habían visto andar lento, con los hombros abatidos. El viento del norte  sacudía implacable su largo pelo rubio…
¡Pobre… era un buen tipo! – dijeron en el pueblo cuando encontraron su cuerpo.
El   hombre que de Europa vino había puesto fin a su vida en un recodo del camino, cerquita de la casuarina que marca el inicio del sendero que va al cementerio, una mañana radiante de domingo.
El sol tibio y el cielo profundamente azul hacían de marco conmovedor a la libertad de los pájaros que, alegres y despreocupados, revoloteaban entre las hojas intensamente verdes, todo estaba en paz, sólo él no pudo apreciarlo tal vez porque había empezado a  reencontrarse con su  pueblo antes de que lo envolvieran las llamas ondulantes, con su casa como era antes de ser destruida, con su madre, sus hermanos, su infancia …


FIN


DE CAMINO HACIA ALLÁ



  

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