miércoles, 20 de julio de 2016

“La vida siempre es trágica pero existen detalles aislados de ella que adquieren un carácter de farsa. (Schopenhauer)
Cuando escribí este relato no sabía que volveríamos a repetir la historia.

KITTY Y  LA VIOLENCIA DEL HAMBRE

La llamamos Kitty  porque nada más verla nos dimos cuenta de que ella habitaba  al este del paraíso como el personaje de la novela de Steinbeck. Tenía unos 8 o 9 años y cursaba tercer grado cuando nuestras vidas se cruzaron.
Nos conocimos con la democracia recuperada hacía apenas un rato y todavía sintiendo  en la boca el sabor áspero de murallas derribadas con los dientes, pero latiéndonos adentro un infinito entusiasmo creador y unas  inagotables  ganas de hacer. Ella venía de extramuros, de allá donde la confinó la dictadura, de aquel lugar donde el hambre dictaba las reglas y la violencia era el alimento cotidiano. En ese submundo de agujeros negros sumidos en la indigencia callada a pura represión nació nuestra Kitty, no sabemos bien si a causa del atropello abusivo o del consentimiento resignado o de la mala bebida en una noche sin luna. Lo que sí supimos después es que a causa del amor no fue.
Habíamos recuperado la democracia, éramos jóvenes y nada nos acobardaba pese a que realidad nos mostraba con toda crudeza que  no teníamos una kitty en tercer grado sino cerca de setenta. Pero la Kitty era linda, de una belleza salvaje: centelleantes ojos pardo claro, melena enmarañada rubio-rojiza  y una piel suave y rosada que se dejaba adivinar bajo las  innumerables capas de mugre que cubrían su carita redonda.
Enseguida supimos  que las herramientas con que contábamos para hacer frente a tanto abandono y desolación eran bien pocas. Nada resultaría si no abandonábamos los viejos esquemas y hacíamos oídos sordos a los mandatos de la pedagogía tradicional; menos todavía si la Kitty era protagonista del desafío.
Ella no aceptaba acercamientos ni mamenguerías, un roce la hacía reaccionar como un puercoespín. No estaba ahí para hacerle la vida fácil a nadie: si había que pelear, peleaba; si había que resistir, resistía atrincherada tras largos silencios estruendosos; si había que hacer llorar a alguien, la Kitty no dejaba pasar la ocasión. No bien sonaba el timbre para el recreo, salía disparada para ocupar un lugar estratégico desde donde acechaba al distraído para arrebatarle el pan – lo mismo un alfajor o un sánguche – que a veces engullía ante el desconsuelo de la víctima y otras veces, sólo lo destruía y más valía que nadie pretendiera pedirle explicación.
Sólo por esto nos hubiéramos declarado vencidas de no hallarnos entonces con un ánimo tan óptimo, tan decididas  a cambiar la realidad. Ella, caso sin remedio en apariencia,  tenía la inteligencia del sobreviviente; sorteaba cualquier obstáculo y lo que no aprendía en el aula, lo aprendía en otro lado. Por eso no fue la típica desfasada en edad olvidada en un rincón.
Nosotras también veníamos del silencio y el terror;  así y todo, con la fe intacta, queríamos borrar la humillación del abrochado y desabrochado del guardapolvo; del atado y desatado de los cordones de la zapatilla que había fabricado una generación de analfabetos funcionales. Por eso, una tarde,  nos adentramos en los senderos del arte, tanteando, sin saber muy bien hacia donde nos llevaría. 
Largo, muy largo fue ese camino. Afecto y paciencia y poemas y música y cuentos y pintura y pan y esperanza y mate cocido y lectura y cariño y juegos dramáticos y charlas y ternura, impaciencia, fastidio, cansancio,  desesperanza, impotencia  hasta que nos topamos  con la poesía para niños de Federico García Lorca y, por fin, ¡dimos en el blanco!.
A todos les gustó y nosotras sentimos que habíamos alcanzado una cima pero a nuestra Kitty,  le tocó el corazón. Después de su encuentro con Federico, ella no fue la misma, como si se le hubiera endulzado un rincón del alma. Se le habían limado las aristas y fue feliz  ese tiempo que duró dos años, no más.  Fueron tan profundos y cálidos sus abrazos que entibia todavía nuestra memoria.
Una noche Kitty desapareció. Dijeron que escapó de su casa y de lo que ya no iba a  soportar;   nunca supimos si era esa la verdad.
Iba a cumplir once años. No volvimos a verla.

 
CUENTA CUENTO - acrílico sobre cartulina


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