“La vida siempre es trágica pero existen detalles aislados de ella que
adquieren un carácter de farsa. (Schopenhauer)
Cuando escribí este relato no sabía que
volveríamos a repetir la historia.
KITTY Y LA VIOLENCIA DEL HAMBRE
La llamamos Kitty porque nada más verla nos dimos cuenta de que
ella habitaba al este del paraíso como
el personaje de la novela de Steinbeck. Tenía unos 8 o 9 años y cursaba tercer
grado cuando nuestras vidas se cruzaron.
Nos conocimos con la democracia recuperada
hacía apenas un rato y todavía sintiendo en la boca el sabor áspero de murallas derribadas
con los dientes, pero latiéndonos adentro un infinito entusiasmo creador y unas
inagotables ganas de hacer. Ella venía de extramuros, de
allá donde la confinó la dictadura, de aquel lugar donde el hambre dictaba las
reglas y la violencia era el alimento cotidiano. En ese submundo de agujeros
negros sumidos en la indigencia callada a pura represión nació nuestra Kitty,
no sabemos bien si a causa del atropello abusivo o del consentimiento resignado
o de la mala bebida en una noche sin luna. Lo que sí supimos después es que a
causa del amor no fue.
Habíamos recuperado la democracia, éramos
jóvenes y nada nos acobardaba pese a que realidad nos mostraba con toda crudeza
que no teníamos una kitty en tercer
grado sino cerca de setenta. Pero la Kitty era linda, de una belleza salvaje:
centelleantes ojos pardo claro, melena enmarañada rubio-rojiza y una piel suave y rosada que se dejaba
adivinar bajo las innumerables capas de
mugre que cubrían su carita redonda.
Enseguida supimos que las herramientas con que contábamos para
hacer frente a tanto abandono y desolación eran bien pocas. Nada resultaría si
no abandonábamos los viejos esquemas y hacíamos oídos sordos a los mandatos de
la pedagogía tradicional; menos todavía si la Kitty era protagonista del
desafío.
Ella no aceptaba acercamientos ni
mamenguerías, un roce la hacía reaccionar como un puercoespín. No estaba ahí
para hacerle la vida fácil a nadie: si había que pelear, peleaba; si había que
resistir, resistía atrincherada tras largos silencios estruendosos; si había
que hacer llorar a alguien, la Kitty no dejaba pasar la ocasión. No bien sonaba
el timbre para el recreo, salía disparada para ocupar un lugar estratégico
desde donde acechaba al distraído para arrebatarle el pan – lo mismo un alfajor
o un sánguche – que a veces engullía ante el desconsuelo de la víctima y otras
veces, sólo lo destruía y más valía que nadie pretendiera pedirle explicación.
Sólo por esto nos hubiéramos declarado
vencidas de no hallarnos entonces con un ánimo tan óptimo, tan decididas a cambiar la realidad. Ella, caso sin remedio
en apariencia, tenía la inteligencia del
sobreviviente; sorteaba cualquier obstáculo y lo que no aprendía en el aula, lo
aprendía en otro lado. Por eso no fue la típica desfasada en edad olvidada en
un rincón.
Nosotras también veníamos del silencio y el
terror; así y todo, con la fe intacta, queríamos
borrar la humillación del abrochado y desabrochado del guardapolvo; del atado y
desatado de los cordones de la zapatilla que había fabricado una generación de
analfabetos funcionales. Por eso, una tarde, nos adentramos en los senderos del arte,
tanteando, sin saber muy bien hacia donde nos llevaría.
Largo, muy largo fue ese camino. Afecto y
paciencia y poemas y música y cuentos y pintura y pan y esperanza y mate cocido
y lectura y cariño y juegos dramáticos y charlas y ternura, impaciencia,
fastidio, cansancio, desesperanza,
impotencia hasta que nos topamos con la poesía para niños de Federico García
Lorca y, por fin, ¡dimos en el blanco!.
A todos les gustó y nosotras sentimos que
habíamos alcanzado una cima pero a nuestra Kitty, le tocó el corazón. Después de su encuentro
con Federico, ella no fue la misma, como si se le hubiera endulzado un rincón
del alma. Se le habían limado las aristas y fue feliz ese tiempo que duró dos años, no más. Fueron tan profundos y cálidos sus abrazos
que entibia todavía nuestra memoria.
Una noche Kitty desapareció. Dijeron que escapó
de su casa y de lo que ya no iba a soportar;
nunca supimos si era esa la
verdad.
Iba a cumplir once años. No volvimos a verla.
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