MI OTRA ABUELA, LA DE
LOS OJOS AZULES
Cada vez que cuento alguna anécdota
familiar siento que estoy aportando un pequeño detalle de vida a la historia
más grande, la historia de la gente común, la que nunca se cuenta.
Todos nosotros, de uno u otro modo,
somos resultado de una fusión. “Si un abuelo
llanero galopó hasta mi cuna, otro me dijo historias en su flauta de
caña”,
decía don Atahualpa Yupanqui:
Yo no soy la excepción. Es cierto que cuando digo abuela es
mi abuela materna la que acude a mi memoria, tal vez porque ella fue el regazo
cálido que cobijó nuestra infancia, pero también tuve una abuela paterna que
también fue muy cariñosa aunque no tan dispuesta a ponerse al servicio de
nuestros requerimientos de niños inquietos, un tanto salvajes.
Cada sábado por medio, más o menos, visitábamos su casa y nos
quedábamos a cenar. Mi madre, nunca fácil de arrear, mostraba poco entusiasmo a
la hora de esos encuentros. La lengua filosa y certera de mi abuela
despertaba sus demonios dormidos, al
menos era lo que decía mi madre que se rebelaba ante expresiones tan tajantes
como “consejo vendo y para mí no tengo” que daba por tierra toda pretensión de
pontificar acerca de las conductas ajenas.
La abuela Polí había parido siete hijos, cuatro varones y
tres mujeres. Una leyenda que pasó de
uno a otro sin que nadie certificara su veracidad, instalaba a la familia con cierto bienestar en la provincia de
Corrientes pero ya mi padre, el quinto hijo, vio la luz de este mundo en
el corazón mismo de La Forestal donde mi abuelo oficiaba de panadero, allá por
el año 1924 en tiempos en que la gente del pueblo doblaba el lomo sobre los
surcos y regaba la tierra con sangre y sudor para que la aristocracia argentina viajara a Europa llevando la vaca en el barco
así no les faltaba la leche a las niñas.
Esta parte de mi historia llena de tremendos agujeros me
genera desconcierto y curiosidad. Tengo preguntas que ya no tendrán
respuesta porque se perdieron en el laberinto de los años pasados pero me las
hago igual como un saludable ejercicio de la memoria.
¿Cuándo y por qué habían emigrado de su tierra para recalar
allí, en medio del monte del norte santafesino? ¿Acaso mi abuelo ya trabajaba
en la planta que la compañía tenía en Corrientes desde 1907? ¿Habrán sido
testigos o protagonistas de la gran huelga de hacheros del año ’21 cuando los
“cardenales” de la gendarmería entraron a sangre y fuego quemando el local
del centro obrero y las casas de los
huelguistas para reprimir la protesta? ¿Sabrían ellos que a principios de la década de 1870
el Chaco Santafesino poseía una enorme riqueza forestal compuesta por espesos
quebrachales más una enorme variedad de especies de maderas duras y era aún una
zona casi inexplorada? ¿Se lo habrán encontrado alguna vez a mi abuelo Rodríguez
traqueteando en su cachapé tirado por bueyes cargado de quebracho en algún punto de las casi dos millones de
hectáreas que los cipayos nacionales entregaron a los ingleses sin ninguna
condición de rendir cuentas del destino de la explotación forestal?
No lo sé, es posible. Mi padre nos contaba anécdotas muy
graciosas algunas, dramáticas otras, todas impregnadas de quebracho y tanino
mezcladas las supersticiones con la verdad histórica de la entrega, la explotación humana
y económica, el desinterés por el
patrimonio de nuestro norte, la traición a la patria.
Mi abuela Polí venía de otro siglo, era poco dada a hablar de sus cosas, tenía la piel clara, el pelo oscuro y unos bellos ojos azules. Mi abuela Polí era una hermosa mujer. Recuerdo su cuerpo menudo moviéndose diligente por la casa, casi sin hacer ruido, grácil, etérea. Sin embargo, ahora lo sé, debió ser una mujer muy fuerte.
Mi abuela Polí venía de otro siglo, era poco dada a hablar de sus cosas, tenía la piel clara, el pelo oscuro y unos bellos ojos azules. Mi abuela Polí era una hermosa mujer. Recuerdo su cuerpo menudo moviéndose diligente por la casa, casi sin hacer ruido, grácil, etérea. Sin embargo, ahora lo sé, debió ser una mujer muy fuerte.
Mi tía Lili, la mayor, había sido una ferviente militante en
favor de la República Española. Junto a otras mujeres, entre otras actividades,
tejía y cosía para los soldados republicanos durante la guerra civil. Se casó,
tuvo una hija, más tarde enfermó y murió
apenas alcanzada la madurez. Mi abuela no sólo perdió a su hija sino también a
su nieta, a quien nunca volvió a ver. Ni una queja escuchamos de su boca.
Cuando otro de sus nietos desapareció en alguna
encrucijada del camino a fines de la década del setenta, ella ya no
estaba para sufrirlo.
Un grueso velo de silencio nos mantenía afuera de esa
historia. Si se nos daba por indagar demasiado, la abuela nos cerraba la puerta
de los recuerdos con un “en todas partes se cuecen habas y en mi casa a
calderadas”, sonreía y, amable como siempre, nos mandaba a jugar a la huerta
que olía a fruta madura, romero y laurel..
Esa mujer callada hasta la obstinación que amaba la poesía,
encerraba sus secretos bajo cuatro candados. Estricta, frugal, severa y,
también, muy sensible, gozó del amor respetuoso de sus hijos y nietos hasta
que partió hacia otras viñas a escribir
versos en pequeños papelitos que un día arrojaría a la tierra como una
guirnalda de luz.
Siento pena porque la conocí poco. Ella se fue muy pronto de la vida y yo me fui
muy pronto del pueblo.
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