domingo, 24 de julio de 2016

MI OTRA ABUELA,  LA DE LOS OJOS AZULES

Cada vez que cuento alguna anécdota familiar siento que estoy aportando un pequeño detalle de vida a la historia más grande, la historia de la gente común, la que nunca se cuenta.
Todos nosotros, de uno u otro modo, somos resultado de una fusión.  “Si un abuelo llanero galopó hasta mi cuna, otro me dijo historias en su flauta de caña”, decía don Atahualpa Yupanqui:
Yo no soy la excepción. Es cierto que cuando digo abuela es mi abuela materna la que acude a mi memoria, tal vez porque ella fue el regazo cálido que cobijó nuestra infancia, pero también tuve una abuela paterna que también fue muy cariñosa aunque no tan dispuesta a ponerse al servicio de nuestros requerimientos de niños inquietos, un tanto salvajes.
Cada sábado por medio, más o menos, visitábamos su casa y nos quedábamos a cenar. Mi madre, nunca fácil de arrear, mostraba poco entusiasmo a la hora de esos encuentros. La lengua filosa y certera de mi abuela despertaba  sus demonios dormidos, al menos era lo que decía mi madre que se rebelaba ante expresiones tan tajantes como “consejo vendo y para mí no tengo” que daba por tierra toda pretensión de pontificar acerca de las conductas  ajenas.   
La abuela Polí había parido siete hijos, cuatro varones y tres mujeres. Una leyenda que  pasó de uno a otro sin que nadie certificara su veracidad, instalaba a la familia  con cierto bienestar en la provincia de Corrientes  pero ya mi padre,  el quinto hijo, vio la luz de este mundo en el corazón mismo de La Forestal donde mi abuelo oficiaba de panadero, allá por el año 1924 en tiempos en que la gente del pueblo doblaba el lomo sobre los surcos y regaba la tierra con sangre y sudor para que la aristocracia argentina  viajara a Europa llevando la vaca en el barco así  no les faltaba la leche a las niñas.
Esta parte de mi historia llena de tremendos agujeros me genera  desconcierto y  curiosidad. Tengo preguntas que ya no tendrán respuesta porque se perdieron en el laberinto de los años pasados pero me las hago igual como un saludable ejercicio de la memoria.
¿Cuándo y por qué habían emigrado de su tierra para recalar allí, en medio del monte del norte santafesino? ¿Acaso mi abuelo ya trabajaba en la planta que la compañía tenía en Corrientes desde 1907? ¿Habrán sido testigos o protagonistas de la gran huelga de hacheros del año ’21 cuando los “cardenales” de la gendarmería entraron a sangre y fuego quemando el local del centro obrero y las  casas de los huelguistas para reprimir la protesta? ¿Sabrían ellos que a principios de la década de 1870 el Chaco Santafesino poseía una enorme riqueza forestal compuesta por espesos quebrachales más una enorme variedad de especies de maderas duras y era aún una zona casi inexplorada? ¿Se lo habrán encontrado alguna vez a mi abuelo Rodríguez traqueteando en su cachapé tirado por bueyes cargado de quebracho  en algún punto de las casi dos millones de hectáreas que los cipayos nacionales entregaron a los ingleses sin ninguna condición de rendir cuentas del destino de la explotación forestal?
No lo sé, es posible. Mi padre nos contaba anécdotas muy graciosas algunas, dramáticas otras, todas impregnadas de quebracho y tanino mezcladas las supersticiones con la verdad  histórica de la entrega, la explotación humana y económica, el desinterés por  el patrimonio de nuestro norte, la traición a la patria.
Mi abuela Polí venía de otro siglo, era poco dada a hablar de sus cosas, tenía la piel  clara,  el pelo oscuro y unos bellos ojos azules. Mi abuela Polí era una hermosa mujer. Recuerdo su cuerpo menudo moviéndose diligente por la casa, casi sin hacer ruido, grácil, etérea. Sin embargo, ahora lo sé, debió ser una mujer muy fuerte.
Mi tía Lili, la mayor, había sido una ferviente militante en favor de la República Española. Junto a otras mujeres, entre otras actividades, tejía y cosía para los soldados republicanos durante la guerra civil. Se casó, tuvo una hija, más tarde enfermó  y murió apenas alcanzada la madurez. Mi abuela no sólo perdió a su hija sino también a su nieta, a quien nunca volvió a ver. Ni una queja escuchamos de su boca. Cuando otro de sus nietos desapareció en alguna  encrucijada del camino a fines de la década del setenta, ella ya no estaba para sufrirlo.
Un grueso velo de silencio nos mantenía afuera de esa historia. Si se nos daba por indagar demasiado, la abuela nos cerraba la puerta de los recuerdos con un “en todas partes se cuecen habas y en mi casa a calderadas”, sonreía y, amable como siempre, nos mandaba a jugar a la huerta que olía a fruta madura, romero y laurel..
Esa mujer callada hasta la obstinación que amaba la poesía, encerraba sus secretos bajo cuatro candados. Estricta, frugal, severa y, también, muy sensible, gozó del amor respetuoso de sus hijos y nietos hasta que  partió hacia otras viñas a escribir versos en pequeños papelitos que un día arrojaría a la tierra como una guirnalda de luz.
Siento pena porque la conocí poco.  Ella se fue muy pronto de la vida y yo me fui muy pronto del pueblo.


 
FLORES DEL COLOR DE LOS OJOS DE MI ABUELA

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