miércoles, 20 de julio de 2016

DORITA EN NUESTRA INFANCIA

DEL FONDO DE LA OLLA, SÓLO SABE EL CUCHARON

1

Un cofre cerrado a cal y canto, eso era Dorita, . A cualquier hora Iba y venía. Casi siempre bajo el sol calcinante aunque también  con lluvia… con viento, en invierno.  ¿Adónde iba?  ¿De dónde venía?
Nadie lo sabía y eso que en mi pueblo nada quedaba oculto por mucho tiempo. Las ollas se destapaban siempre, a como dé lugar y literalmente. Si se perdía una gallina, la dueña recorría el barrio, entraba  en la cocina de sus vecinas, levantaba la tapa de la olla que bullía sobre la hornalla sin inmutarse por las puteadas en cuatro idiomas que le soltaba la indignada ama de casa inspeccionada y comprobaba “in situ” si la bataraza estaba siendo parte de un sabroso puchero, lo que le resultaba bastante difícil de demostrar porque ni siquiera en mi pueblo se cocinaban las gallinas con todo y plumas.
En ese universo de verdades reveladas, también vivía Dorita, silencio y misterio. Era vieja, muy fea, casi sin dientes, patas chuecas y bizca sin remedio, pero a nosotros nos gustaba. De los personajes como sacados de un libro de cuentos fantásticos que el pueblo tenía en abundancia,  Dorita  era nuestra preferida, vaya uno a saber por qué.
Todos los días la veíamos pasar,  balanceándose como a punto de perder el equilibrio; su figura enjuta, algo torcida hacia un lado., se sostenía apenas sobre las piernas vacilantes. Su piel negra, surcada de pliegues profundos, perfectos y sus ojos marcadamente desviados y de color indefinido;  nunca supimos si eran verdes, azules o negros, porque los cubría una película borrosa semejante a la niebla que opaca al sol en las mañanas húmedas de invierno.
¡Chau Dorita!, le gritábamos tapando el canto de las chicharras  trepados a la horqueta del algarrobo donde pasábamos los días y ella resplandecía. Mostraba una   chispa de dulce picardía en su mirada y una sonrisa agradecida en su boca grande de dientes escasos. ¡Chau, queridos!, respondía. Siempre nos llamaba queridos; su voz era melodiosa y había en su acento una mezcla indescifrable de regiones. ¿De dónde habrá venido Dorita?  
Sin proponérselo, se había convertido en el personaje de nuestra infancia. En los atardeceres cálidos solíamos detener nuestros juegos para entretejer una historia  en torno a la vida de Dorita, cada vez una diferente porque nada sabíamos. …

2.

Era primavera porque el perfume del aromito inundaba el ambiente y los racimos    amarillo sol remontaban su vuelo de color hacia el cielo cuando decidimos que ya había llegado el momento de adentrarnos en ese  misterio que nos desbocaba la imaginación. Teníamos que conocer la casa de Dorita y allá fuimos mientras los mayores hacían la siesta. 
Para llegar hasta el lugar donde  vivía tuvimos  que internarnos en la espesura del monte y seguir un buen rato entre saltos y escondijos por una picada serpenteante hasta más allá de la “toldería  wichi”,  
Un cerco de palos  bordeaba el terreno donde su rancho de barro se mantenía milagrosamente en pie. Inútilmente algunas tablas pretendían tapar los agujeros de sus paredes carcomidas por las lluvias. Sobre el techo se amontonaba una pila de pajas desvaídas y prontas a volar ante el primer ataque del viento. Una ventana pequeñita se abría para dar paso a un microscópico haz de luz mientras una lona raída oficiaba de cortina en la puerta de entrada.
¡Dorita no vivía en mejores condiciones que los  wichis! Pero si ella no iba de casa en casa como las mujeres  de la toldería que llevaban  sus bebés en la espalda y cargaban  cotorritas y cacharros para canjear por ropa usada  y pan duro; ellas llamaban así al pan que nunca llegaba a ser duro  porque para nosotros nada era abundante, aunque las madres se las arreglaban y siempre  quedaba un pedazo  para cuando pasaran las paisanas. ¿De qué vivía Dorita?
Acomodamos nuestra curiosidad y casi sin respirar nos quedamos mirando  a través del ventanuco por donde se filtraba un hilillo de humo. Los pájaros  remoloneaban en lo alto de las copas de los árboles, apenas se escuchaba el lamento de las torcazas. Allí, en la semi penumbra,  estaba Dorita con su cuerpo torcido, sentada, inmóvil;   la mirada perdida de sus ojitos desviados de color indefinido. No nos vio, no nos escuchó,  el cofre estaba cerrado herméticamente.
La miramos y, hasta para nuestro inocente entendimiento de esa época, estaba claro que  no había velos que descorrer. Dorita no necesitó contarnos su  historia, palpamos la soledad y sentimos la tristeza, casi podían tocarse con la punta de los dedos. La vimos de verdad y esa visión nos maduró la infancia. Entendimos a las abuelas cuando decían que del fondo de la olla sólo sabe el cucharón.
En puntas de pie, sin hacer ruido, emprendimos el regreso a casa.


 
MÁSCARA - acrílico sobre cartulina

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