DORITA EN NUESTRA
INFANCIA
DEL FONDO DE LA OLLA,
SÓLO SABE EL CUCHARON
1
Un cofre cerrado a cal y canto, eso era
Dorita, . A cualquier hora Iba y venía. Casi siempre bajo el sol calcinante
aunque también con lluvia… con viento,
en invierno. ¿Adónde iba? ¿De dónde venía?
Nadie lo sabía y eso que en mi pueblo nada
quedaba oculto por mucho tiempo. Las ollas se destapaban siempre, a como dé
lugar y literalmente. Si se perdía una gallina, la dueña recorría el barrio,
entraba en la cocina de sus vecinas,
levantaba la tapa de la olla que bullía sobre la hornalla sin inmutarse por las
puteadas en cuatro idiomas que le soltaba la indignada ama de casa
inspeccionada y comprobaba “in situ” si la bataraza estaba siendo parte de un
sabroso puchero, lo que le resultaba bastante difícil de demostrar porque ni
siquiera en mi pueblo se cocinaban las gallinas con todo y plumas.
En ese universo de verdades reveladas, también
vivía Dorita, silencio y misterio. Era vieja, muy fea, casi sin dientes, patas
chuecas y bizca sin remedio, pero a nosotros nos gustaba. De los personajes como
sacados de un libro de cuentos fantásticos que el pueblo tenía en abundancia, Dorita era nuestra preferida, vaya uno a saber por
qué.
Todos los días la veíamos pasar, balanceándose como a punto de perder el equilibrio;
su figura enjuta, algo torcida hacia un lado., se sostenía apenas sobre las piernas
vacilantes. Su piel negra, surcada de pliegues profundos, perfectos y sus ojos
marcadamente desviados y de color indefinido;
nunca supimos si eran verdes, azules o negros, porque los cubría una
película borrosa semejante a la niebla que opaca al sol en las mañanas húmedas
de invierno.
¡Chau Dorita!, le gritábamos tapando el canto
de las chicharras trepados a la horqueta
del algarrobo donde pasábamos los días y ella resplandecía. Mostraba una chispa de dulce picardía en su mirada y una
sonrisa agradecida en su boca grande de dientes escasos. ¡Chau, queridos!,
respondía. Siempre nos llamaba queridos; su voz era melodiosa y había en su
acento una mezcla indescifrable de regiones. ¿De dónde habrá venido Dorita?
Sin proponérselo, se había convertido en el
personaje de nuestra infancia. En los atardeceres cálidos solíamos detener nuestros
juegos para entretejer una historia en
torno a la vida de Dorita, cada vez una diferente porque nada sabíamos. …
2.
Era primavera porque el perfume del aromito
inundaba el ambiente y los racimos
amarillo sol remontaban su vuelo de color hacia el cielo cuando
decidimos que ya había llegado el momento de adentrarnos en ese misterio que nos desbocaba la imaginación.
Teníamos que conocer la casa de Dorita y allá fuimos mientras los mayores
hacían la siesta.
Para llegar hasta el lugar donde vivía tuvimos que internarnos en la espesura del monte y
seguir un buen rato entre saltos y escondijos por una picada serpenteante hasta
más allá de la “toldería wichi”,
Un cerco de palos bordeaba el terreno donde su rancho de barro
se mantenía milagrosamente en pie. Inútilmente algunas tablas pretendían tapar
los agujeros de sus paredes carcomidas por las lluvias. Sobre el techo se
amontonaba una pila de pajas desvaídas y prontas a volar ante el primer ataque
del viento. Una ventana pequeñita se abría para dar paso a un microscópico haz
de luz mientras una lona raída oficiaba de cortina en la puerta de entrada.
¡Dorita no vivía en mejores condiciones que
los wichis! Pero si ella no iba de casa en
casa como las mujeres de la toldería que
llevaban sus bebés en la espalda y
cargaban cotorritas y cacharros para
canjear por ropa usada y pan duro; ellas
llamaban así al pan que nunca llegaba a ser duro porque para nosotros nada era abundante, aunque
las madres se las arreglaban y siempre quedaba
un pedazo para cuando pasaran las
paisanas. ¿De qué vivía Dorita?
Acomodamos nuestra curiosidad y casi sin
respirar nos quedamos mirando a través
del ventanuco por donde se filtraba un hilillo de humo. Los pájaros remoloneaban en lo alto de las copas de los
árboles, apenas se escuchaba el lamento de las torcazas. Allí, en la semi
penumbra, estaba Dorita con su cuerpo
torcido, sentada, inmóvil; la mirada
perdida de sus ojitos desviados de color indefinido. No nos vio, no nos escuchó,
el cofre estaba cerrado herméticamente.
La miramos y, hasta para nuestro inocente
entendimiento de esa época, estaba claro que no había velos que descorrer. Dorita no
necesitó contarnos su historia, palpamos
la soledad y sentimos la tristeza, casi podían tocarse con la punta de los dedos.
La vimos de verdad y esa visión nos maduró la infancia. Entendimos a las
abuelas cuando decían que del fondo de la olla sólo sabe el cucharón.
En puntas de pie, sin hacer ruido, emprendimos
el regreso a casa.
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