lunes, 25 de julio de 2016

DON EDUARDO,  MI PAPA
I
En nuestra infancia mi papá, que hoy andaría cumpliendo los 92 años,  no se sentaba a leer el diario en el sofá ni fumaba en pipa cuando regresaba de la oficina porque no trabajaba en una oficina y con frecuencia no trabajaba porque mi papá ,como tantos compañeros, parientes, amigos, era un proscripto,  perseguido, despedido, desocupado por sus ideas y por sus rebeldías, así que encontraba el mango de donde  podía para que nosotros sobreviviéramos mientras duraba la malaria.
Nuestra vida era así y, con esa sabiduría que tienen los niños casi desde  la cuna,  fuimos silencio para lo que debíamos callar y, para todo lo demás, juegos, libros, fantasía en ese universo mágico que él se encargó de crearnos. Su alforja estaba siempre  cargada de historias en una mezcla estrafalaria de yasí yateré,  mitos griegos, pombero y, en un jardín embrujado,  hacía convivir una gárgola con un enano de yeso y un pato Donald  de plástico.
A veces trabajaba en la desmotadora de algodón,  a veces, en el molino aceitero o en la fábrica de tanino o tejiendo la palma. Cuando hacía falta, desaparecía por días en las juntadas clandestinas con los compañeros. Entre una cosa y otra, se carteaba con los rosa cruces de México,  nos construyó un caballo de Troya, hacía bailar un palo de escoba en un dedo  y nos leyó la colección completa de Monteiro Lobato.
Llegando agosto, la alegría se hacía esquiva porque le venían a la memoria los días en que  la  llovizna  pertinaz  paralizaba la actividad en el campo y amenazaba con hambre y desolación a las familias de braceros del algodón. Decía mi papá que en la gran crisis, allá por la década infame,  los perros se recostaban contra los carros para ladrar a la luna porque no podían sostenerse sobre sus cuatro patas de puro flacos y hambrientos.
Siempre estaba inquieto, a punto de partir, buscaba algo que intuía más allá del horizonte. Quizás esa fue la razón por la que un par de años  antes del Cordobazo, estábamos viviendo en la ciudad de Formosa.

II

Mi papá carga sus arreos y sale a la belleza del  amanecer de verano en Formosa, en esa hora en que todavía el rocío brilla en el pasto y en las hojas de los árboles. Las calles vacías esperan, también el río mientras acaricia la  arena amarillenta. El  mercado paraguayo despierta y el sol despereza rayos que se caldean de a poco. En la superficie plateada que se mueve apenas, saltan los peces; en la brisa fresca se esparcen aromas de  flores y sabores tempraneros.
Al mediodía, cuando ya el sol calcina la tierra, las calles formoseñas lo ven regresar  cargando en los hombros un tremebundo manguruyú de más de 50 kilos. A la noche, en tiempos de trabajo y  salario escasos,  todo el barrio tiene chupín de pescado en su mesa.
El río y el hombre se brindan generosos y empiezan una relación  que duraría años en buenos términos hasta esa vez en que a mi papá se le reveló el universo nocturno de la selva bañada por el agua que se desliza hasta sus bordes..
Aún después de  tres décadas del suceso, lo contaba como si hubiera ocurrido el día anterior.  Esa noche había ido de pesca con algunos amigos. La luna no tardó en asomar y arrojó puntos de luz a la creciente oscuridad  mientras él sostenía la caña esperando un pique. Estaba solo, sus compañeros se habían ausentado por un rato, dejó vagar la imaginación, entrecerró los ojos para  adivinar las formas y aguzó el oído para distinguir aleteos, chillidos, pisadas, saltos. Por ahí un mirikiná, más allá un murciélago, sapos y ranas croando.
El apacible silencio se pobló de resonancias. Pasó un buen rato y cuando ya estaba casi acostumbrado al sonido de la selva, escuchó un gemido agudo, como el de un cristiano  en su agonía.  ¡Se le pararon los pelos bajo la gorra! Un sudor helado le corrió por la espalda. Estaba petrificado, ni girar la cabeza podía.
Cuando relataba su aventura, pese a todo el tiempo transcurrido, se estremecía sin poder evitarlo. – ¡Qué julepe, Virgen Santa! Ni los gendarmes entrando a la casa con sus armas me asustaron tanto – decía.  ¡Como será que,  mientras unos fueron hasta el fondo, lo enfrenté  al que quedó en la puerta,  pero el  tipo no dijo nada y desvió la vista, como si sintiera vergüenza por lo que le estaban  haciendo a la gente. ¡Ahhh! … Me estaba olvidando. La otra vez que tuve miedo de verdad fue cuando tenía trece o catorce años.
Y dejando de lado su aventura en la selva, se internaba en  medio de la espesura del monte chaco-santafesino aquel día en que mi abuela Polí, su madre, lo  mandó a buscar mercadería al pueblo. Tenía que regresar antes de la caída del sol.  Con la promesa de volver temprano, montó en su Morito, al galope recorrió las cinco leguas  hasta el pueblo, hizo la compra y perdió la noción del tiempo. Anochecía al ingresar  a la picada que terminaba en su rancho. 
-       Casi se me salió el corazón  por la boca cuando  ví esa luz inmensa, amarilla,  titilando en el tronco de un árbol – decía - . Le pegué tal tirón a las riendas que el Morito se plantó y por poco me larga hacia adelante. ¡Santa Madre de Dios, la luz mala!.
-      No  había mucho para hacer,  la luz estaba brillando ahí: o seguía andando o me quedaba en el  camino a pasar la noche, solo en plena oscuridad.  Así que sin pensarlo dos veces, espoleé al Morito y, al galope,  le hice frente  al millón de bichitos de luz  pegados al tronco. Llegué al rancho, medio mal muerto del susto. La abuela Polí me estaba esperando y fue peor.
     Siempre se reía cuando contaba esa anécdota. A mi papá le encantaban las historias que lo tenían  como  protagonista temeroso  o ridículo.
-       Se puso la burra que no es de andar, decía, retomando el relato inconcluso. La selva es espesa, uno se mueve  a los tumbos mientras miles de ojitos  te  miran con fijeza y el gemido se escucha cada vez más fuerte. ¡Cristo santo, está cerca!, ¿qué será eso? No atinaba a nada, no me podía mover y la luna, como si lo hiciera adrede,  no hacía más que aumentar el espanto con su luz espectral. 
El corazón ya le zapateaba en la garganta cuando llegaron los otros y, linternas en manos, salieron a buscar al fantasma gemidor. Más  hubiera valido que fueran apariciones del otro mundo y no  los tremendos yacarés que los miraban con sus  ojos brillando como diamantes en la oscuridad y lanzando al espacio sus horribles lamentos.
La noche perdió su encanto y  la armoniosa relación que mi papá tuvo por años con el río se rompió en la selva .

III 
Toda la vida de mi papá fue animada por una convicción libertaria imbatible. Nada lo indignaba más que la  injusticia porque había sido víctima de ella y, como a Sarmiento, una mentira lo indigestaba más que un pepino.  Nació y murió peronista;  decía que nació ciudadano el día que el General,  al promulgar el estatuto del peón rural, lo rescató de su situación de semi esclavitud, devolviéndole la dignidad de ser una persona con derechos.
Hacía gala de  una inventiva desbocada que lo acompañó hasta el final de sus días,  hace una década cuando partió apurando el último trago,. Fue  capaz de emprender vuelos mayestáticos elevándose por encima de sus propias miserias y por sobre la canalla que pulula haciendo miserable la vida de la gente pero,  también, podía  adentrarse en los interiores misteriosos para imaginarse a cientos de enanitos moviéndose en el cuerpo humano, cumpliendo diferentes funciones, trabajando sin descanso para que nada falle a lo largo de la vida. .
Mi papá amaba los domingos y los asados, a Horacio Guarany,  el chamamé y a  Jorge Cafrune cantando El Orejano. Los pisos de su casa surgieron de sus manos siguiendo los mandatos de la estética de Gaudí y  cuando entrabas a su patio,  te recibían la cadencia de la música y el aroma dulzón de las glicinas.

 
LA NOCHE DE LA SELVA TIENE OJOS - acuarela y fibra


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