DON
EDUARDO, MI PAPA
I
En nuestra infancia mi papá, que hoy andaría cumpliendo los 92 años, no se sentaba
a leer el diario en el sofá ni fumaba en pipa cuando regresaba de la oficina
porque no trabajaba en una oficina y con frecuencia no trabajaba porque mi papá
,como tantos compañeros, parientes, amigos, era un proscripto, perseguido, despedido, desocupado por sus ideas y por sus rebeldías, así que
encontraba el mango de donde podía para
que nosotros sobreviviéramos mientras duraba la malaria.
Nuestra vida era así y, con esa sabiduría que tienen los niños casi desde la cuna,
fuimos silencio para lo que debíamos
callar y, para todo lo demás, juegos, libros, fantasía en ese universo mágico
que él se encargó de crearnos. Su alforja estaba siempre cargada de historias en una mezcla
estrafalaria de yasí yateré, mitos griegos,
pombero y, en un jardín embrujado, hacía
convivir una gárgola con un enano de yeso y un pato Donald de plástico.
A veces trabajaba en la desmotadora de
algodón, a veces, en el molino aceitero
o en la fábrica de tanino o tejiendo la palma. Cuando hacía falta, desaparecía
por días en las juntadas clandestinas con los compañeros. Entre una cosa y otra,
se carteaba con los rosa cruces de México,
nos construyó un caballo de Troya, hacía bailar un palo de escoba en un
dedo y nos leyó la colección completa de
Monteiro Lobato.
Llegando agosto, la alegría se hacía esquiva
porque le venían a la memoria los días en que la
llovizna pertinaz paralizaba la actividad en el campo y
amenazaba con hambre y desolación a las familias de braceros del algodón. Decía
mi papá que en la gran crisis, allá por la década infame, los perros se recostaban contra los carros
para ladrar a la luna porque no podían sostenerse sobre sus cuatro patas de
puro flacos y hambrientos.
Siempre
estaba inquieto, a punto de partir, buscaba algo que intuía más allá del
horizonte. Quizás esa fue la razón por la que un par de años antes del Cordobazo, estábamos viviendo en la
ciudad de Formosa.
II
Mi papá carga sus arreos y sale a la belleza
del amanecer de verano en Formosa, en
esa hora en que todavía el rocío brilla en el pasto y en las hojas de los
árboles. Las calles vacías esperan, también el río mientras acaricia la arena amarillenta. El mercado paraguayo despierta y el sol
despereza rayos que se caldean de a poco. En la superficie plateada que se
mueve apenas, saltan los peces; en la brisa fresca se esparcen aromas de flores y sabores tempraneros.
Al mediodía, cuando ya el sol calcina la tierra, las
calles formoseñas lo ven regresar
cargando en los hombros un tremebundo manguruyú de más de 50 kilos. A la
noche, en tiempos de trabajo y salario
escasos, todo el barrio tiene chupín de
pescado en su mesa.
El río y el hombre se brindan generosos y empiezan
una relación que duraría años en buenos
términos hasta esa vez en que a mi papá se le reveló el universo nocturno de la
selva bañada por el agua que se desliza hasta sus bordes..
Aún después de
tres décadas del suceso, lo contaba como si hubiera ocurrido el día
anterior. Esa noche había ido de pesca
con algunos amigos. La luna no tardó en asomar y arrojó puntos de luz a la creciente
oscuridad mientras él sostenía la caña
esperando un pique. Estaba solo, sus compañeros se habían ausentado por un
rato, dejó vagar la imaginación, entrecerró los ojos para adivinar las formas y aguzó el oído para
distinguir aleteos, chillidos, pisadas, saltos. Por ahí un mirikiná, más allá
un murciélago, sapos y ranas croando.
El apacible silencio se pobló de resonancias. Pasó un buen rato y cuando
ya estaba casi acostumbrado al sonido de la selva, escuchó un gemido agudo,
como el de un cristiano en su
agonía. ¡Se le pararon los pelos bajo la
gorra! Un sudor helado le corrió por la espalda. Estaba petrificado, ni girar
la cabeza podía.
Cuando relataba su aventura, pese a todo el tiempo
transcurrido, se estremecía sin poder evitarlo. – ¡Qué julepe, Virgen Santa! Ni
los gendarmes entrando a la casa con sus armas me asustaron tanto – decía. ¡Como será que, mientras unos fueron hasta el fondo, lo
enfrenté al que quedó en la puerta, pero el
tipo no dijo nada y desvió la vista, como si sintiera vergüenza por lo
que le estaban haciendo a la gente.
¡Ahhh! … Me estaba olvidando. La otra vez que tuve miedo de verdad fue cuando
tenía trece o catorce años.
Y dejando de lado su aventura en la selva, se
internaba en medio de la espesura del
monte chaco-santafesino aquel día en que mi abuela Polí, su madre, lo mandó a buscar mercadería al pueblo. Tenía
que regresar antes de la caída del sol.
Con la promesa de volver temprano, montó en su Morito, al galope
recorrió las cinco leguas hasta el
pueblo, hizo la compra y perdió la noción del tiempo. Anochecía al
ingresar a la picada que terminaba en su
rancho.
- Casi se me salió el corazón por la boca cuando ví esa luz inmensa, amarilla, titilando en el tronco de un árbol – decía -
. Le pegué tal tirón a las riendas que el Morito se plantó y por poco me larga
hacia adelante. ¡Santa Madre de Dios, la luz mala!.
- No había
mucho para hacer, la luz estaba
brillando ahí: o seguía andando o me quedaba en el camino a pasar la noche, solo en plena oscuridad. Así que sin pensarlo dos veces, espoleé al
Morito y, al galope, le hice frente al millón de bichitos de luz pegados al tronco. Llegué al rancho, medio
mal muerto del susto. La abuela Polí me estaba esperando y fue peor.
Siempre
se reía cuando contaba esa anécdota. A mi papá le encantaban las historias que
lo tenían como protagonista temeroso o ridículo.
- Se puso la burra que no es de andar, decía,
retomando el relato inconcluso. La selva es espesa, uno se mueve a los tumbos mientras miles de ojitos te
miran con fijeza y el gemido se escucha cada vez más fuerte. ¡Cristo
santo, está cerca!, ¿qué será eso? No atinaba a nada, no me podía mover y la
luna, como si lo hiciera adrede, no
hacía más que aumentar el espanto con su luz espectral.
El corazón ya le zapateaba en la garganta cuando llegaron los otros y,
linternas en manos, salieron a buscar al fantasma gemidor. Más hubiera valido que fueran apariciones del
otro mundo y no los tremendos yacarés
que los miraban con sus ojos brillando
como diamantes en la oscuridad y lanzando al espacio sus horribles lamentos.
La noche perdió su encanto y la armoniosa relación que mi papá tuvo por
años con el río se rompió en la selva .
III
Toda la
vida de mi papá fue animada por una convicción libertaria imbatible. Nada lo
indignaba más que la injusticia porque
había sido víctima de ella y, como a Sarmiento, una mentira lo indigestaba más
que un pepino. Nació y murió
peronista; decía que nació ciudadano el
día que el General, al promulgar el
estatuto del peón rural, lo rescató de su situación de semi esclavitud,
devolviéndole la dignidad de ser una persona con derechos.
Hacía gala
de una inventiva desbocada que lo acompañó hasta el final de sus días, hace una década cuando
partió apurando el último trago,. Fue capaz de emprender vuelos
mayestáticos elevándose por encima de sus propias miserias y por sobre la
canalla que pulula haciendo miserable la vida de la gente pero, también, podía adentrarse en los interiores misteriosos para
imaginarse a cientos de enanitos moviéndose en el cuerpo humano, cumpliendo
diferentes funciones, trabajando sin descanso para que nada falle a lo largo de
la vida. .
Mi papá amaba los
domingos y los asados, a Horacio Guarany, el chamamé y a
Jorge Cafrune cantando El Orejano. Los pisos de su casa surgieron de sus
manos siguiendo los mandatos de la estética de Gaudí y cuando entrabas a su patio, te recibían la cadencia de la música y el
aroma dulzón de las glicinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario