domingo, 24 de julio de 2016


NATIVIDAD, TU GRATO NOMBRE

La casa de la hermana menor de mi papá, mi madrina, quedaba cerca de la estación de trenes, ese barrio era antiguo por todos sus costados y la casa lucía tan vieja y desvencijada como las otras  de  los alrededores; una  típica casa  chorizo de principios del siglo XX construida sobre la línea municipal.
Las  paredes de ladrillo asentado en  barro sin revocar, los techos altos; la puerta de madera rústica y de doble hoja,  permitía la entrada a un espacio amplio que hacía las veces de sala de estar y comedor; las ventanas largas  y angostas sobre la vereda con sus postigos cerrados a perpetuidad. Unas pequeñas celosías entreabiertas dejaban pasar un haz de la luz en el que bailoteaba un universo variopinto de polvo y pelusas multicolor.
Para llegar hasta la casa de mi madrina había que atravesar  la “playa” del ferrocarril  donde se amontonaba el carbón de piedra, se apilaban formando pirámides los  durmientes de quebracho, esperaba su turno algún vagón en desuso y convidaban  a demorarse jugando hasta la caída del sol todo tipo de curiosidades.
Mi tía madrina vivía allí con su esposo, su hija que tenía nuestra edad   y su cuñada Natividad,  “latíanati”, como la llamábamos  tanto los niños como los adultos.
“Latíanati”  reunía todas las condiciones exigibles  para ser considerada  “una matrona”; todavía no tengo muy  claro a que cualidad se refiere la literatura cuando llama así a uno de sus personajes pero para mí que el apelativo le calzaba justito. Hermosa mujer entrada en años, una señorita de pelo oscuro peinado hacia atrás bien tirante y terminado en un rodete. La piel aceitunada y los ojos casi negros, vivaces, la mirada brillante. Siempre pulcra, vestida para la visita en actitud de “si hay miseria que no se note”, de hablar claro y pausado, nunca levantaba la voz.
Su proceder cotidiano la convertía en el más vivo ejemplo del sedentarismo. Un sillón de hamacas redondeadas con asiento y respaldar de esterilla  entre costados circulares, albergaba sus redondeces de la mañana a la noche, salvo cuando ocupaba “su” silla en uno de los extremos de  la mesa durante las comidas y  cuando se retiraba a “cabecear” en la hora sagrada de la siesta, rato que  nosotros aprovechábamos para internarnos en los encantos secretos que habitaban el patio protegido del sol ardiente del verano por la sombra de los granados  y  las palmeras datileras.
La casa de mi madrina  tenía rincones para esconderse, pasadizos claroscuros y una huerta-jardín con frutales, flores, pájaros y enigmas a resolver que sólo podíamos disfrutar mientras “latíanati” no estaba mirando,  no porque fuera de las que rezongan por esto y aquello sino porque su presencia era imponente, nosotros siempre queriendo ocultar algo a su mirada omnipresente y,  porque ella tenía reglas muy claras para la conducta infantil lo que incluía severos hábitos de higiene y correcto vestir para la merienda.  
A eso de la cuatro y media se apersonaba en la galería donde estaba todo listo para el mate de la tarde que, diligente, había preparado mi madrina. “Latíanati” se apoltronaba en su sillón y desde ese trono  contemplaba y juzgaba el universo. Lo veía todo, lo sabía todo.
Estaba muy orgullosa de su hermano, un hombre amable, callado, de  paciencia infinita. Él era el maquinista de  la locomotora que arrastraba los vagones que llevaban las bolsas de tanino desde “La Chaqueña” hasta el tren de cargas con destino al puerto de Buenos Aires.  Ella nunca había estado ni cerca de la fábrica donde se le extraía ese jugo tan valioso al quebracho y menos aún había visto a los obreros sudorosos llevando las bolsas sobre sus hombros desnudos, tan pesadas que los obligaba a desplazarse como si anduvieran de rodillas; ignoraba la magnitud de ese cansancio pero podía contarlo con lujos de detalles, complacida de la atención recibida por algunos minutos.
Cuando me aguijonea  el apuro por contar regreso, inevitablemente,  a los lugares  donde fue moldeado  mi gusto por  las formas, las luces, las imágenes, los colores, los aromas que aún son misterio que asombran después de una lluvia o en un atardecer de otoño quizás por eso de que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida” como dice la canción.
Para mi memoria “esos lugares” tan poblados de fantasías están en las  casas, además de la mía, de la abuela  y la de mi madrina donde reinaba “latíanati” a la que amamos y respetamos con absoluta sinceridad hasta la tarde en que su siesta se hizo larga, muy larga.

LIRIOS AMARILLOS- acrílico


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