NATIVIDAD, TU GRATO NOMBRE
La casa de la hermana
menor de mi papá, mi madrina, quedaba cerca de la estación de trenes, ese
barrio era antiguo por todos sus costados y la casa lucía tan vieja y
desvencijada como las otras de los alrededores; una típica casa
chorizo de principios del siglo XX construida sobre la línea municipal.
Las paredes de ladrillo asentado en barro sin revocar, los techos altos; la
puerta de madera rústica y de doble hoja, permitía la entrada a un espacio amplio que hacía
las veces de sala de estar y comedor; las ventanas largas y angostas sobre la vereda con sus postigos
cerrados a perpetuidad. Unas pequeñas celosías entreabiertas dejaban pasar un
haz de la luz en el que bailoteaba un universo variopinto de polvo y pelusas
multicolor.
Para llegar hasta la
casa de mi madrina había que atravesar
la “playa” del ferrocarril donde
se amontonaba el carbón de piedra, se apilaban formando pirámides los durmientes de quebracho, esperaba su turno
algún vagón en desuso y convidaban a
demorarse jugando hasta la caída del sol todo tipo de curiosidades.
Mi tía madrina vivía
allí con su esposo, su hija que tenía nuestra edad y su cuñada Natividad, “latíanati”, como la llamábamos tanto los niños como los adultos.
“Latíanati” reunía todas las condiciones exigibles para ser considerada “una matrona”; todavía no tengo muy claro a que cualidad se refiere la literatura
cuando llama así a uno de sus personajes pero para mí que el apelativo le
calzaba justito. Hermosa mujer entrada en años, una señorita de pelo oscuro
peinado hacia atrás bien tirante y terminado en un rodete. La piel aceitunada y
los ojos casi negros, vivaces, la mirada brillante. Siempre pulcra, vestida
para la visita en actitud de “si hay miseria que no se note”, de hablar claro y
pausado, nunca levantaba la voz.
Su proceder cotidiano
la convertía en el más vivo ejemplo del sedentarismo. Un sillón de hamacas
redondeadas con asiento y respaldar de esterilla entre costados circulares, albergaba sus
redondeces de la mañana a la noche, salvo cuando ocupaba “su” silla en uno de
los extremos de la mesa durante las
comidas y cuando se retiraba a
“cabecear” en la hora sagrada de la siesta, rato que nosotros aprovechábamos para internarnos en los
encantos secretos que habitaban el patio protegido del sol ardiente del verano
por la sombra de los granados y las palmeras datileras.
La casa de mi
madrina tenía rincones para esconderse,
pasadizos claroscuros y una huerta-jardín con frutales, flores, pájaros y enigmas
a resolver que sólo podíamos disfrutar mientras “latíanati” no estaba mirando, no porque fuera de las que rezongan por esto
y aquello sino porque su presencia era imponente, nosotros siempre queriendo ocultar
algo a su mirada omnipresente y, porque ella
tenía reglas muy claras para la conducta infantil lo que incluía severos
hábitos de higiene y correcto vestir para la merienda.
A eso de la cuatro y
media se apersonaba en la galería donde estaba todo listo para el mate de la
tarde que, diligente, había preparado mi madrina. “Latíanati” se apoltronaba en
su sillón y desde ese trono contemplaba
y juzgaba el universo. Lo veía todo, lo sabía todo.
Estaba muy orgullosa
de su hermano, un hombre amable, callado, de paciencia infinita. Él era el maquinista de la locomotora que arrastraba los vagones que
llevaban las bolsas de tanino desde “La Chaqueña” hasta el tren de cargas con
destino al puerto de Buenos Aires. Ella
nunca había estado ni cerca de la fábrica donde se le extraía ese jugo tan valioso
al quebracho y menos aún había visto a los obreros sudorosos llevando las
bolsas sobre sus hombros desnudos, tan pesadas que los obligaba a desplazarse
como si anduvieran de rodillas; ignoraba la magnitud de ese cansancio pero
podía contarlo con lujos de detalles, complacida de la atención recibida por
algunos minutos.
Cuando me
aguijonea el apuro por contar regreso,
inevitablemente, a los lugares donde fue moldeado mi gusto por
las formas, las luces, las imágenes, los colores, los aromas que aún son
misterio que asombran después de una lluvia o en un atardecer de otoño quizás
por eso de que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida” como
dice la canción.
Para mi memoria “esos
lugares” tan poblados de fantasías están en las
casas, además de la mía, de la abuela
y la de mi madrina donde reinaba “latíanati” a la que amamos y
respetamos con absoluta sinceridad hasta la tarde en que su siesta se hizo
larga, muy larga.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario