lunes, 25 de julio de 2016


MARIPOSA - acrílico

MARIPOSA DEL AIRE
Mariposa del aire,
¡qué hermosa eres!
mariposa del aire,
dorada y verde.
luz de candil,

Mariposa del aire
¡quédate ahí, ahí, ahí!...
no te quieres parar,
pararte no quieres.
mariposa del aire,
dorada y verde.

Luz de candil,
mariposa del aire,
¡quédate ahí, ahí, ahí!...
¡quédate ahí!
mariposa: ¿estás ahí?

 (Federico García Lorca)

DON EDUARDO,  MI PAPA
I
En nuestra infancia mi papá, que hoy andaría cumpliendo los 92 años,  no se sentaba a leer el diario en el sofá ni fumaba en pipa cuando regresaba de la oficina porque no trabajaba en una oficina y con frecuencia no trabajaba porque mi papá ,como tantos compañeros, parientes, amigos, era un proscripto,  perseguido, despedido, desocupado por sus ideas y por sus rebeldías, así que encontraba el mango de donde  podía para que nosotros sobreviviéramos mientras duraba la malaria.
Nuestra vida era así y, con esa sabiduría que tienen los niños casi desde  la cuna,  fuimos silencio para lo que debíamos callar y, para todo lo demás, juegos, libros, fantasía en ese universo mágico que él se encargó de crearnos. Su alforja estaba siempre  cargada de historias en una mezcla estrafalaria de yasí yateré,  mitos griegos, pombero y, en un jardín embrujado,  hacía convivir una gárgola con un enano de yeso y un pato Donald  de plástico.
A veces trabajaba en la desmotadora de algodón,  a veces, en el molino aceitero o en la fábrica de tanino o tejiendo la palma. Cuando hacía falta, desaparecía por días en las juntadas clandestinas con los compañeros. Entre una cosa y otra, se carteaba con los rosa cruces de México,  nos construyó un caballo de Troya, hacía bailar un palo de escoba en un dedo  y nos leyó la colección completa de Monteiro Lobato.
Llegando agosto, la alegría se hacía esquiva porque le venían a la memoria los días en que  la  llovizna  pertinaz  paralizaba la actividad en el campo y amenazaba con hambre y desolación a las familias de braceros del algodón. Decía mi papá que en la gran crisis, allá por la década infame,  los perros se recostaban contra los carros para ladrar a la luna porque no podían sostenerse sobre sus cuatro patas de puro flacos y hambrientos.
Siempre estaba inquieto, a punto de partir, buscaba algo que intuía más allá del horizonte. Quizás esa fue la razón por la que un par de años  antes del Cordobazo, estábamos viviendo en la ciudad de Formosa.

II

Mi papá carga sus arreos y sale a la belleza del  amanecer de verano en Formosa, en esa hora en que todavía el rocío brilla en el pasto y en las hojas de los árboles. Las calles vacías esperan, también el río mientras acaricia la  arena amarillenta. El  mercado paraguayo despierta y el sol despereza rayos que se caldean de a poco. En la superficie plateada que se mueve apenas, saltan los peces; en la brisa fresca se esparcen aromas de  flores y sabores tempraneros.
Al mediodía, cuando ya el sol calcina la tierra, las calles formoseñas lo ven regresar  cargando en los hombros un tremebundo manguruyú de más de 50 kilos. A la noche, en tiempos de trabajo y  salario escasos,  todo el barrio tiene chupín de pescado en su mesa.
El río y el hombre se brindan generosos y empiezan una relación  que duraría años en buenos términos hasta esa vez en que a mi papá se le reveló el universo nocturno de la selva bañada por el agua que se desliza hasta sus bordes..
Aún después de  tres décadas del suceso, lo contaba como si hubiera ocurrido el día anterior.  Esa noche había ido de pesca con algunos amigos. La luna no tardó en asomar y arrojó puntos de luz a la creciente oscuridad  mientras él sostenía la caña esperando un pique. Estaba solo, sus compañeros se habían ausentado por un rato, dejó vagar la imaginación, entrecerró los ojos para  adivinar las formas y aguzó el oído para distinguir aleteos, chillidos, pisadas, saltos. Por ahí un mirikiná, más allá un murciélago, sapos y ranas croando.
El apacible silencio se pobló de resonancias. Pasó un buen rato y cuando ya estaba casi acostumbrado al sonido de la selva, escuchó un gemido agudo, como el de un cristiano  en su agonía.  ¡Se le pararon los pelos bajo la gorra! Un sudor helado le corrió por la espalda. Estaba petrificado, ni girar la cabeza podía.
Cuando relataba su aventura, pese a todo el tiempo transcurrido, se estremecía sin poder evitarlo. – ¡Qué julepe, Virgen Santa! Ni los gendarmes entrando a la casa con sus armas me asustaron tanto – decía.  ¡Como será que,  mientras unos fueron hasta el fondo, lo enfrenté  al que quedó en la puerta,  pero el  tipo no dijo nada y desvió la vista, como si sintiera vergüenza por lo que le estaban  haciendo a la gente. ¡Ahhh! … Me estaba olvidando. La otra vez que tuve miedo de verdad fue cuando tenía trece o catorce años.
Y dejando de lado su aventura en la selva, se internaba en  medio de la espesura del monte chaco-santafesino aquel día en que mi abuela Polí, su madre, lo  mandó a buscar mercadería al pueblo. Tenía que regresar antes de la caída del sol.  Con la promesa de volver temprano, montó en su Morito, al galope recorrió las cinco leguas  hasta el pueblo, hizo la compra y perdió la noción del tiempo. Anochecía al ingresar  a la picada que terminaba en su rancho. 
-       Casi se me salió el corazón  por la boca cuando  ví esa luz inmensa, amarilla,  titilando en el tronco de un árbol – decía - . Le pegué tal tirón a las riendas que el Morito se plantó y por poco me larga hacia adelante. ¡Santa Madre de Dios, la luz mala!.
-      No  había mucho para hacer,  la luz estaba brillando ahí: o seguía andando o me quedaba en el  camino a pasar la noche, solo en plena oscuridad.  Así que sin pensarlo dos veces, espoleé al Morito y, al galope,  le hice frente  al millón de bichitos de luz  pegados al tronco. Llegué al rancho, medio mal muerto del susto. La abuela Polí me estaba esperando y fue peor.
     Siempre se reía cuando contaba esa anécdota. A mi papá le encantaban las historias que lo tenían  como  protagonista temeroso  o ridículo.
-       Se puso la burra que no es de andar, decía, retomando el relato inconcluso. La selva es espesa, uno se mueve  a los tumbos mientras miles de ojitos  te  miran con fijeza y el gemido se escucha cada vez más fuerte. ¡Cristo santo, está cerca!, ¿qué será eso? No atinaba a nada, no me podía mover y la luna, como si lo hiciera adrede,  no hacía más que aumentar el espanto con su luz espectral. 
El corazón ya le zapateaba en la garganta cuando llegaron los otros y, linternas en manos, salieron a buscar al fantasma gemidor. Más  hubiera valido que fueran apariciones del otro mundo y no  los tremendos yacarés que los miraban con sus  ojos brillando como diamantes en la oscuridad y lanzando al espacio sus horribles lamentos.
La noche perdió su encanto y  la armoniosa relación que mi papá tuvo por años con el río se rompió en la selva .

III 
Toda la vida de mi papá fue animada por una convicción libertaria imbatible. Nada lo indignaba más que la  injusticia porque había sido víctima de ella y, como a Sarmiento, una mentira lo indigestaba más que un pepino.  Nació y murió peronista;  decía que nació ciudadano el día que el General,  al promulgar el estatuto del peón rural, lo rescató de su situación de semi esclavitud, devolviéndole la dignidad de ser una persona con derechos.
Hacía gala de  una inventiva desbocada que lo acompañó hasta el final de sus días,  hace una década cuando partió apurando el último trago,. Fue  capaz de emprender vuelos mayestáticos elevándose por encima de sus propias miserias y por sobre la canalla que pulula haciendo miserable la vida de la gente pero,  también, podía  adentrarse en los interiores misteriosos para imaginarse a cientos de enanitos moviéndose en el cuerpo humano, cumpliendo diferentes funciones, trabajando sin descanso para que nada falle a lo largo de la vida. .
Mi papá amaba los domingos y los asados, a Horacio Guarany,  el chamamé y a  Jorge Cafrune cantando El Orejano. Los pisos de su casa surgieron de sus manos siguiendo los mandatos de la estética de Gaudí y  cuando entrabas a su patio,  te recibían la cadencia de la música y el aroma dulzón de las glicinas.

 
LA NOCHE DE LA SELVA TIENE OJOS - acuarela y fibra


LOS DUENDES JUEGAN EN UN CLARO DEL BOSQUE - acrílico sobre madera

ODA AL AROMO (fragmento) 
  Vapor o niebla o nube me rodeaban. Iba por San Jerónimo hacia el puerto casi dormido, cuando desde el invierno una montaña de luz amarilla, una torre florida salió al camino y todo se llenó de perfume. Era un aromo. Aromo, sol terrestre, explosión del perfume, cascada, catarata, cabellera de todo el amarillo derramado en una sola ola de follaje. Torre de la luz fragante, previa fogata de la primavera. Queremos por un instante hundir los ojos, la camisa, el corazón, el pelo en tu temblor fragante, en tu copa amarilla, hasta ser sólo aroma en tu planeta.

domingo, 24 de julio de 2016

SI VA A SER PARA VOS…
1
Esa espléndida mañana de fines de septiembre, mientras se preparaba para ir al trabajo, Helena se acordó de la famosa frase de la abuela: “si va a ser para vos, de Europa viene”. Sonaba como un buen augurio que aplacaba las ansias de las casaderas,  pero la abuela profetizaba con total seguridad porque había visto mucho en el transcurrir de las historias del pueblo al que  había arribado junto con el siglo. .
Helena salió a la calle y se llenó los pulmones con el aire perfumado de la primavera recién comenzada. Muy cerca, un inusual movimiento se advertía en el pueblo casi siempre adormecido a esa hora; la locomotora resoplaba exhalando  vapor.  El contingente de inmigrantes con destino a las colonias para trabajar en las chacras de  algodón había llegado..
Siguió su camino aunque le hubiera gustado desviarse hacia la estación para ver a los viajeros que seguro bajaban despacio, uno a uno, buscando con la mirada alguna cara familiar y agudizando el oído para escuchar un acento conocido, mientras los colonos esperaban ansiosos y los caballos, atados a los carros, resollaban su aburrimiento. Era una escena repetida una y otra vez, las voces se alzaban en una confusa mezcla de castellano y  gringo  de origen diverso, las caras curtidas por el sol y las arrugas profundas rodeando  los ojos delataban a hombres acostumbrados a las fatigas del trabajo duro en una tierra dura. 
El pueblo se conmocionaba por un rato con cada llegada, los comentarios duraban unos días y después a seguir como siempre sólo que esta vez la noticia era que la guerra, por fin,  había terminado.
Unas cuadras más adelante, frente a la plaza, el  hotel “Bulgaria” abría sus puertas y al rato nomás, Helena estaba  instalada detrás del mostrador de recepción dispuesta a comenzar con su tarea. Un aleteo ilusionado le estremecía la piel, “hoy tiene que ser el día” soñaba pero el día pasó como cualquier otro, sin novedad ni agitación porque el hombre que había decidido que no estaba dispuesto a terminar sus días en una chacra se alejó del estrépito de la actividad en la estación, dobló en una esquina y desapareció.
Era un hombre joven, casi un muchacho, muy rubio, muy alto. Anduvo con prisa, hasta que alcanzó una calle bastante alejada del centro y se detuvo. El viento del norte soplaba con ganas y levantaba  una espesa polvareda sobre ese pueblo sosegado y caliente aún en primavera. Con movimientos nerviosos, metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Encendió uno y miró a su alrededor. Todo era desconocido, las casas, las plantas, la tierra… el cielo. Terminó de fumar, deshizo la colilla con la punta de su zapato y reanudó la caminata. Marchó sin rumbo y sin tiempo. La actividad del pueblo comenzaba a decrecer de a poco y el calor se hacía más intenso a medida que el sol avanzaba hacia el mediodía,
Después de desandar algunas cuadras el hombre llegó a la plaza y estuvo largo rato sentado con la frente entre las manos hasta que la tibieza del sol lo ayudó a calmarse un poco,  pudo ordenar sus pensamientos y contemplar fascinado las grandes espinas del abultado vientre de un palo borracho.  Hizo un esfuerzo para recordar las palabras en castellano que había aprendido, sabía que lo iban a ayudar en esta nueva tierra. Tenía hambre.  Revolvió dentro de su bolso, Encontró un resto de pan y fiambre envueltos en papel grasiento. Empezó a masticar sin ganas. La serie de dificultades que debía superar era interminable,   una buena razón para arrepentirse de escapar de la estación y para abrigar la esperanza de que lo estuvieran buscando pero ¿quién se preocuparía por la ausencia de alguien a quien no conocían? O tal vez sí lo buscarían… era él quien no quería ser encontrado. No deseaba ir al campo, ni a vivir ni a trabajar.
La siesta del pueblo estaba en su apogeo. Las palomas torcazas dejaban oír su canto lánguido y hacía largo rato ya que la gente había huido de  ese sol insolente para encerrarse en la frescura de sus casas.
Se  levantó y caminó  hacia el “Bulgaria”. En la recepción lo atendió el patrón del hotel, un búlgaro bien acriollado, a quien  chapurreó su pedido de alojamiento. El patrón lo acomodó enseguida; se dio cuenta de que estaba cansado y, también, muy asustado. Hablaría con él más tarde y vería de darle una mano.
Helena  ya no estaba para conocer al hombre que venía de Europa.

2

El hombre andaba corto de plata, así que a la mañana siguiente el dueño del hotel lo ubicó en  una pequeña vivienda algo alejada del centro, deshabitada hasta entonces. La torpeza de su castellano le dificultó la comunicación con los vecinos que  rondaban tratando de saciar su curiosidad sin nada de éxito. En los días siguientes tuvieron que conformarse con verlo pasear solitario y silencioso al atardecer por los senderos polvorientos con la mirada altiva y lejana. Lo apodaron “Alemán” con naturalidad y hasta con cariño porque en este pueblo a nadie le importaba mucho el país de origen ni de qué lado del conflicto estuvo cada quien y porque era más fácil llamarlo así que por ese nombre impronunciable que  lo hacía más ajeno todavía.
La necesidad llevó al hombre hasta el único taller mecánico importante que había en el pueblo. El tano Antonio, su dueño, lo recibió sin hacerle preguntas y le dio trabajo porque  leyó en el fondo de esa mirada  joven y desamparada que  necesitaba ayuda, que estaba desorientado y muy afligido.
Comenzó a trabajar en el taller ese mismo día y pronto demostró una dedicación casi obsesiva. Se levantaba al alba y el atardecer lo sorprendía agotado y sereno. Aprendió a manejar el idioma con más fluidez, ya podía conversar con los clientes del taller sin sentirse demasiado torpe y no parecía molestarle que le llamaran “Alemán” con tanta familiaridad.
Mientras tanto, iba y venía de su casa al taller. Sus progresos eran sorprendentes. El Tano estaba contento y también Francisca, su vecina la Gallega, que al fin había logrado derribar la valla de silencio, ya podía  ser útil y de paso enterarse de los más mínimos detalles de la vida del hombre. Sus intenciones eran sanas,  siempre tenía a mano una bolsa de verduras de su huerta, algún frasco de dulce, algún litro de leche recién ordeñada. Decía que le daba pena que estuviera tan solo. El hombre sonreía agradecido.
Mientras, la vida continuó su andar pausado en el pueblo. El verano lo envolvió en torbellinos de viento norte caliente, como bocanadas de fuego puro. Los pájaros sólo cantaban al alba y al atardecer.
La noche de Navidad el Tano Antonio lo llevó a su casa, lo sentó a la mesa familiar, su mujer le entregó un regalo. El “Alemán” se emocionó al recibirlo.  


3

Helena traía los cabellos atados atrás con una cinta inmaculadamente blanca y caminaba apresurada sobre la alfombra color oro viejo que se extendía sobre las veredas. Las hojas que aún quedaban en las ramas ya no mostraban su esplendor verdoso en esa mañana fresca y amarillenta en que, al doblar una esquina, chocó de frente con el hombre que vino de Europa. Sus mejillas se cubrieron de un rojo intenso y su  mirada oscura y asombrada quedó prendida de la  gris azulada de él.
El encuentro fue casual pero también un mandato del destino. Ella lo sintió como un  milagro y él sintió que estaba vivo  porque el corazón le golpeó fuerte dentro del pecho. En los meses que siguieron, Helena navegó entre nubes algodonosas. Él quiso ver el futuro pintado en los ojos de ella.
En la primavera, ella parecía un hada envuelta en tules cuando entraron a la Iglesia. Su felicidad era completa.  Él pensó que ahora podía mirar hacia adelante y contagiarse de la confianza en la vida que adivinaba sincera en esa gente sencilla.  Antonio y su mujer Rossina, fueron los padrinos de la boda. La “Gallega” hizo la torta y la familia de Helena preparó la fiesta.
Pero la  abuela no estaba nada contenta con lo que veía. Demasiada tensión en ese cuerpo de hombre joven, en ese rostro hermoso, en esa mirada que busca y no encuentra, como si una convulsión violenta a punto de estallar golpeara con furia desde adentro para arremeter contra esa soledad profunda y oscura  que guarda el horror de las cicatrices que  su cuerpo no muestra.

4

La casita desnuda y silenciosa de las afueras del pueblo tenía un habitante más. Helena despertaba en el joven una pasión honda y sincera. La ternura  que le inspiraba era la mayor que hubiera sentido jamás. Para Helena el amor estaba allí, al su lado de ese hombre que de Europa vino.
Él era un trabajador incansable. Trabajaba y trabajaba sin parar, sin sentir los rigores del clima y sin pensar en nada más que en su presente.  Los días transcurrían veloces y el espacio que habitaban mejoraba notablemente. Su rostro, ahora quemado por el sol y la mirada de sus ojos grises, que se habían vuelto atentos, lo hacía un hombre atractivo. Helena, orgullosa y confiada, construía una familia.

5

Un enero somnoliento les  anunció un hijo. Con paciente ternura Helena había convertido la casa en un hogar para los dos,  las tenues cortinas  de las ventanas separaban el interior del agobiante calor de afuera. – Con el niño toda va a ser mejor – soñaba mientras sacudía el polvo que se depositaba terco en los muebles.
Había notado al hombre nervioso e inquieto en los últimos días, pero lo atribuyó a los rigores del verano, siempre insoportable  por esa época. Él, mientras tanto, trabajaba con ahínco en el taller. Andaba taciturno y desencajado.- ¿Qué anda pasando, gringo? – le preguntó el “Tano” - ¿Te preocupa el hijo?
-       Sí, debe ser eso – le contestó y siguió trabajando.
Antonio supo que la respuesta no era sincera. Al atardecer, cuando hubo terminado su tarea, el “Alemán”  se despidió y emprendió el camino de regreso a su casa. Como tantas otras tardes, desde hacía un mes, se detuvo ante una  construcción recientemente terminada. Era una Iglesia, como las que se ven en las postales alemanas. Coloridos vitraux adornaban sus ventanas y puertas. La  torre se elevaba majestuosa, acariciando la transparencia del cielo. Un hombre alto, delgado y vigoroso impartía órdenes a los trabajadores en el idioma que él tan bien conocía. Se movía con un  andar enérgico entre los canteros del jardín que, rápidamente, se poblaban  de flores y alegraban la entrada bordeada de pinos azules.
Se parecía  mucho al padre que partió de su lado y nunca regresó. Un cosquilleo de inquietud lo agitó y el  desasosiego volvió a anidarse en su alma.
La que él llamó felicidad sólo había sido una tregua que estaba perdiendo consistencia. El amor y la preocupación de Helena ya no eran suficientes, Le dolía el niño que iba a nacer. Se sentía responsable, sin fuerzas, vencido, lo atormentaba la idea de que no quedaba sitio para él en el mundo.

6

Una noche, a horas muy avanzadas, Helena se despertó y no lo encontró a su lado en la cama. Asustada, se levantó a buscarlo. Lo halló sentado en el viejo sillón de cuero del comedor apenas iluminado por la luz de la luna, con la mirada perdida en un punto distante. Parecía lejano e inalcanzable.
Con su habitual ternura, Helena intentó acercarse a él pero fue rechazada bruscamente. Esa fue la primera manifestación concreta de irritable violencia en él.  Ella lo miró desconcertada por algunos segundos y guardó silencio. Al amanecer lo escuchó salir de la casa.
 Antonio también estaba preocupado. El “Alemán”  había levantado una barrera callada entre los dos. Trabajo y silencio, todo el día. Una semana después, Helena fue a ver al padre Esteban con feas marcas de golpes en el rostro bañado por las lágrimas. Él era el cura que los había casado y no pudo evitar el escozor culpable que le quemaba en la boca del estómago. Helena era una buena chica del pueblo, simple y directa. Él la había visto crecer y le enseñó el catecismo antes de darle la comunión. Esa mujer pálida,  angustiada, golpeada, era apenas una sombra de aquella niña. Trató de llevarle un poco de alivio a su alma. - Confíá en Dios y pensá en tu hijo – le dijo
Helena no quiso que su abuela lo supiera y decidió que la visitaría sólo cuando se borraran las marcas que el hombre había dejado en sus brazos y en su rostro 

7

Helena tardó un tiempo en tomar conciencia de que su vida junto al hombre que vino de Europa  había comenzado el lento camino hacia el fin  la misma noche en que él la rechazó por primera vez y que ya no habría retorno porque las pesadillas que torturaban sus noches y los gritos desgarradores que se escuchaban en todo  el vecindario lo habían arrancado de su lado. La desesperación que lo despertaba bañado en un sudor frío; el miedo que le provocaba temblores de espanto y esos murmullos en un idioma  que Helena no entendía emergiendo de sus labios resecos se abrían y cerraban dolorosamente eran las manifestaciones del mal  que se agigantaba y se tornó monstruoso con el transcurrir del invierno.
Antonio se dio cuenta de que su  amistad y su paciencia de ya no servían, pero no quiso rendirse todavía. – Gringo – le dijo - No estás solo, Helena te quiere y está sufriendo por vos. Pronto va a nacer tu hijo – la voz de don Antonio se perdió en un susurro. El hombre  ya no lo miraba, sus ojos se dirigían obstinadamente hacia adelante, buscando un punto perdido en la lejanía.
La gente del barrio no quiso ser indiferente  y tomó partido. La abuela se  llevó a su nieta lejos de allí y el hombre que había venido de Europa se encerró en la casa.

8

Helena había dejado de pertenecer al universo consciente  de su marido antes de marcharse de la casa. Él, como en un sueño, miraba sin ver la lejanía… los gritos cesaron, el silencio se hizo aterrador. La gente evitaba caminar por la vereda de esa casa cerrada y tenebrosa.
Cuentan los vecinos que un día salió de allí  y que no regresó. Alguien comentó que lo habían visto andar lento, con los hombros abatidos. El viento del norte  sacudía implacable su largo pelo rubio…
¡Pobre… era un buen tipo! – dijeron en el pueblo cuando encontraron su cuerpo.
El   hombre que de Europa vino había puesto fin a su vida en un recodo del camino, cerquita de la casuarina que marca el inicio del sendero que va al cementerio, una mañana radiante de domingo.
El sol tibio y el cielo profundamente azul hacían de marco conmovedor a la libertad de los pájaros que, alegres y despreocupados, revoloteaban entre las hojas intensamente verdes, todo estaba en paz, sólo él no pudo apreciarlo tal vez porque había empezado a  reencontrarse con su  pueblo antes de que lo envolvieran las llamas ondulantes, con su casa como era antes de ser destruida, con su madre, sus hermanos, su infancia …


FIN


DE CAMINO HACIA ALLÁ



  
MI OTRA ABUELA,  LA DE LOS OJOS AZULES

Cada vez que cuento alguna anécdota familiar siento que estoy aportando un pequeño detalle de vida a la historia más grande, la historia de la gente común, la que nunca se cuenta.
Todos nosotros, de uno u otro modo, somos resultado de una fusión.  “Si un abuelo llanero galopó hasta mi cuna, otro me dijo historias en su flauta de caña”, decía don Atahualpa Yupanqui:
Yo no soy la excepción. Es cierto que cuando digo abuela es mi abuela materna la que acude a mi memoria, tal vez porque ella fue el regazo cálido que cobijó nuestra infancia, pero también tuve una abuela paterna que también fue muy cariñosa aunque no tan dispuesta a ponerse al servicio de nuestros requerimientos de niños inquietos, un tanto salvajes.
Cada sábado por medio, más o menos, visitábamos su casa y nos quedábamos a cenar. Mi madre, nunca fácil de arrear, mostraba poco entusiasmo a la hora de esos encuentros. La lengua filosa y certera de mi abuela despertaba  sus demonios dormidos, al menos era lo que decía mi madre que se rebelaba ante expresiones tan tajantes como “consejo vendo y para mí no tengo” que daba por tierra toda pretensión de pontificar acerca de las conductas  ajenas.   
La abuela Polí había parido siete hijos, cuatro varones y tres mujeres. Una leyenda que  pasó de uno a otro sin que nadie certificara su veracidad, instalaba a la familia  con cierto bienestar en la provincia de Corrientes  pero ya mi padre,  el quinto hijo, vio la luz de este mundo en el corazón mismo de La Forestal donde mi abuelo oficiaba de panadero, allá por el año 1924 en tiempos en que la gente del pueblo doblaba el lomo sobre los surcos y regaba la tierra con sangre y sudor para que la aristocracia argentina  viajara a Europa llevando la vaca en el barco así  no les faltaba la leche a las niñas.
Esta parte de mi historia llena de tremendos agujeros me genera  desconcierto y  curiosidad. Tengo preguntas que ya no tendrán respuesta porque se perdieron en el laberinto de los años pasados pero me las hago igual como un saludable ejercicio de la memoria.
¿Cuándo y por qué habían emigrado de su tierra para recalar allí, en medio del monte del norte santafesino? ¿Acaso mi abuelo ya trabajaba en la planta que la compañía tenía en Corrientes desde 1907? ¿Habrán sido testigos o protagonistas de la gran huelga de hacheros del año ’21 cuando los “cardenales” de la gendarmería entraron a sangre y fuego quemando el local del centro obrero y las  casas de los huelguistas para reprimir la protesta? ¿Sabrían ellos que a principios de la década de 1870 el Chaco Santafesino poseía una enorme riqueza forestal compuesta por espesos quebrachales más una enorme variedad de especies de maderas duras y era aún una zona casi inexplorada? ¿Se lo habrán encontrado alguna vez a mi abuelo Rodríguez traqueteando en su cachapé tirado por bueyes cargado de quebracho  en algún punto de las casi dos millones de hectáreas que los cipayos nacionales entregaron a los ingleses sin ninguna condición de rendir cuentas del destino de la explotación forestal?
No lo sé, es posible. Mi padre nos contaba anécdotas muy graciosas algunas, dramáticas otras, todas impregnadas de quebracho y tanino mezcladas las supersticiones con la verdad  histórica de la entrega, la explotación humana y económica, el desinterés por  el patrimonio de nuestro norte, la traición a la patria.
Mi abuela Polí venía de otro siglo, era poco dada a hablar de sus cosas, tenía la piel  clara,  el pelo oscuro y unos bellos ojos azules. Mi abuela Polí era una hermosa mujer. Recuerdo su cuerpo menudo moviéndose diligente por la casa, casi sin hacer ruido, grácil, etérea. Sin embargo, ahora lo sé, debió ser una mujer muy fuerte.
Mi tía Lili, la mayor, había sido una ferviente militante en favor de la República Española. Junto a otras mujeres, entre otras actividades, tejía y cosía para los soldados republicanos durante la guerra civil. Se casó, tuvo una hija, más tarde enfermó  y murió apenas alcanzada la madurez. Mi abuela no sólo perdió a su hija sino también a su nieta, a quien nunca volvió a ver. Ni una queja escuchamos de su boca. Cuando otro de sus nietos desapareció en alguna  encrucijada del camino a fines de la década del setenta, ella ya no estaba para sufrirlo.
Un grueso velo de silencio nos mantenía afuera de esa historia. Si se nos daba por indagar demasiado, la abuela nos cerraba la puerta de los recuerdos con un “en todas partes se cuecen habas y en mi casa a calderadas”, sonreía y, amable como siempre, nos mandaba a jugar a la huerta que olía a fruta madura, romero y laurel..
Esa mujer callada hasta la obstinación que amaba la poesía, encerraba sus secretos bajo cuatro candados. Estricta, frugal, severa y, también, muy sensible, gozó del amor respetuoso de sus hijos y nietos hasta que  partió hacia otras viñas a escribir versos en pequeños papelitos que un día arrojaría a la tierra como una guirnalda de luz.
Siento pena porque la conocí poco.  Ella se fue muy pronto de la vida y yo me fui muy pronto del pueblo.


 
FLORES DEL COLOR DE LOS OJOS DE MI ABUELA

NATIVIDAD, TU GRATO NOMBRE

La casa de la hermana menor de mi papá, mi madrina, quedaba cerca de la estación de trenes, ese barrio era antiguo por todos sus costados y la casa lucía tan vieja y desvencijada como las otras  de  los alrededores; una  típica casa  chorizo de principios del siglo XX construida sobre la línea municipal.
Las  paredes de ladrillo asentado en  barro sin revocar, los techos altos; la puerta de madera rústica y de doble hoja,  permitía la entrada a un espacio amplio que hacía las veces de sala de estar y comedor; las ventanas largas  y angostas sobre la vereda con sus postigos cerrados a perpetuidad. Unas pequeñas celosías entreabiertas dejaban pasar un haz de la luz en el que bailoteaba un universo variopinto de polvo y pelusas multicolor.
Para llegar hasta la casa de mi madrina había que atravesar  la “playa” del ferrocarril  donde se amontonaba el carbón de piedra, se apilaban formando pirámides los  durmientes de quebracho, esperaba su turno algún vagón en desuso y convidaban  a demorarse jugando hasta la caída del sol todo tipo de curiosidades.
Mi tía madrina vivía allí con su esposo, su hija que tenía nuestra edad   y su cuñada Natividad,  “latíanati”, como la llamábamos  tanto los niños como los adultos.
“Latíanati”  reunía todas las condiciones exigibles  para ser considerada  “una matrona”; todavía no tengo muy  claro a que cualidad se refiere la literatura cuando llama así a uno de sus personajes pero para mí que el apelativo le calzaba justito. Hermosa mujer entrada en años, una señorita de pelo oscuro peinado hacia atrás bien tirante y terminado en un rodete. La piel aceitunada y los ojos casi negros, vivaces, la mirada brillante. Siempre pulcra, vestida para la visita en actitud de “si hay miseria que no se note”, de hablar claro y pausado, nunca levantaba la voz.
Su proceder cotidiano la convertía en el más vivo ejemplo del sedentarismo. Un sillón de hamacas redondeadas con asiento y respaldar de esterilla  entre costados circulares, albergaba sus redondeces de la mañana a la noche, salvo cuando ocupaba “su” silla en uno de los extremos de  la mesa durante las comidas y  cuando se retiraba a “cabecear” en la hora sagrada de la siesta, rato que  nosotros aprovechábamos para internarnos en los encantos secretos que habitaban el patio protegido del sol ardiente del verano por la sombra de los granados  y  las palmeras datileras.
La casa de mi madrina  tenía rincones para esconderse, pasadizos claroscuros y una huerta-jardín con frutales, flores, pájaros y enigmas a resolver que sólo podíamos disfrutar mientras “latíanati” no estaba mirando,  no porque fuera de las que rezongan por esto y aquello sino porque su presencia era imponente, nosotros siempre queriendo ocultar algo a su mirada omnipresente y,  porque ella tenía reglas muy claras para la conducta infantil lo que incluía severos hábitos de higiene y correcto vestir para la merienda.  
A eso de la cuatro y media se apersonaba en la galería donde estaba todo listo para el mate de la tarde que, diligente, había preparado mi madrina. “Latíanati” se apoltronaba en su sillón y desde ese trono  contemplaba y juzgaba el universo. Lo veía todo, lo sabía todo.
Estaba muy orgullosa de su hermano, un hombre amable, callado, de  paciencia infinita. Él era el maquinista de  la locomotora que arrastraba los vagones que llevaban las bolsas de tanino desde “La Chaqueña” hasta el tren de cargas con destino al puerto de Buenos Aires.  Ella nunca había estado ni cerca de la fábrica donde se le extraía ese jugo tan valioso al quebracho y menos aún había visto a los obreros sudorosos llevando las bolsas sobre sus hombros desnudos, tan pesadas que los obligaba a desplazarse como si anduvieran de rodillas; ignoraba la magnitud de ese cansancio pero podía contarlo con lujos de detalles, complacida de la atención recibida por algunos minutos.
Cuando me aguijonea  el apuro por contar regreso, inevitablemente,  a los lugares  donde fue moldeado  mi gusto por  las formas, las luces, las imágenes, los colores, los aromas que aún son misterio que asombran después de una lluvia o en un atardecer de otoño quizás por eso de que “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida” como dice la canción.
Para mi memoria “esos lugares” tan poblados de fantasías están en las  casas, además de la mía, de la abuela  y la de mi madrina donde reinaba “latíanati” a la que amamos y respetamos con absoluta sinceridad hasta la tarde en que su siesta se hizo larga, muy larga.

LIRIOS AMARILLOS- acrílico


miércoles, 20 de julio de 2016

UN CUENTO DE BATALLAS

EL GRILLO Y SUS AMIGOS
Había una vez un zorro que vivía en una cueva. La cueva tenía una puerta y la puerta un agujerito. Un grillo negro que tocaba el violín vivía en un agujero a la puerta de la cueva de un zorro. Toda la noche cantaba:
-¡Cri, cri, cri! ¡Cri, cri, cri!
Sucedió que una noche, el zorro volvió muy tarde a su casa, cansado de correr aventuras. Tenía mucho sueño  y, apenas alcanzó a ponerse su pijama,  cayó rendido en la cama con sombrero y todo. Entonces el grillo empezó: -¡Cri, cri, cri! ¡Cri, cri, cri!
El zorro se ajustó el sombrero hasta las orejas pero siguió escuchando: -¡Cri, cri, cri! ¡Cri, cri, cri!.
Esta vez el zorro se cubrió las orejas con la almohada. -¡Cri, cri, cri! ¡Cri, cri, cri!.
El zorro no podía dormir. Se tapó con la sábana pero no podía dejar de escuchar  -¡Cri, cri, cri! ¡Cri, cri, cri!.
Entonces el zorro, cansado y con sueño, gritó: ¡Cascarria de lobo cano que empinas la bota para el verano! ¿Te quieres callar, atontado?
El grillo se quedó mudo, mudito y el zorro se volvió a dormir. Pero… al rato -¡Cri, cri, cri! ¡Cri, cri, cri!.
El zorro se levantó de la cama, paró su cola y gritó . ¡Cascarria de lobo cano que empinas la bota para el verano! ¿Te quieres callar, atontado? Si no te callas, te declaro la guerra.
El grillo se quedó mudo, mudito, toda la noche pensando.
Al día siguiente el zorro le declaró la guerra. Llamó a todos los animales de cuatro patas y les dijo: - ¡Vamos a pelear con el grillo!.
El grillo por su parte llamó a todos los animalitos de muchas patas: pulgas, mosquitos, hormigas, arañas, avispas y les dijo:
-Amigos, el zorro nos declara la guerra.
Los amigos del grillo se metieron entre los pelos de los soldados del zorro. Ocultos allí, oyeron que el zorro decía a sus amigos:
-Si la batalla está ganada, llevaré la cola levantada. Si la batalla está perdida, llevaré la cola caída.
Llegó el día de la pelea y sucedió lo increíble. Los amigos del grillo picaron a los soldados del zorro, que empezaron a rascarse sin parar, pero nadie se movía porque el zorro seguía con la cola levantada.
Entonces la avispa fue y, con todas sus fuerzas, picó al zorro debajo del rabo. El zorro sintió un dolor horrible pero  no podía bajar la cola para no perder la guerra. Aguantó todo lo que pudo hasta que, no pudiendo más, corrió hacia el río gritando:
"Al río, soldados míos, Que la batalla la ganó el grillo."
Y de este modo el grillo pudo seguir cantando toda la noche, muy feliz.

 
VERDE SELVA - acrílico sobre cartulina
DORITA EN NUESTRA INFANCIA

DEL FONDO DE LA OLLA, SÓLO SABE EL CUCHARON

1

Un cofre cerrado a cal y canto, eso era Dorita, . A cualquier hora Iba y venía. Casi siempre bajo el sol calcinante aunque también  con lluvia… con viento, en invierno.  ¿Adónde iba?  ¿De dónde venía?
Nadie lo sabía y eso que en mi pueblo nada quedaba oculto por mucho tiempo. Las ollas se destapaban siempre, a como dé lugar y literalmente. Si se perdía una gallina, la dueña recorría el barrio, entraba  en la cocina de sus vecinas, levantaba la tapa de la olla que bullía sobre la hornalla sin inmutarse por las puteadas en cuatro idiomas que le soltaba la indignada ama de casa inspeccionada y comprobaba “in situ” si la bataraza estaba siendo parte de un sabroso puchero, lo que le resultaba bastante difícil de demostrar porque ni siquiera en mi pueblo se cocinaban las gallinas con todo y plumas.
En ese universo de verdades reveladas, también vivía Dorita, silencio y misterio. Era vieja, muy fea, casi sin dientes, patas chuecas y bizca sin remedio, pero a nosotros nos gustaba. De los personajes como sacados de un libro de cuentos fantásticos que el pueblo tenía en abundancia,  Dorita  era nuestra preferida, vaya uno a saber por qué.
Todos los días la veíamos pasar,  balanceándose como a punto de perder el equilibrio; su figura enjuta, algo torcida hacia un lado., se sostenía apenas sobre las piernas vacilantes. Su piel negra, surcada de pliegues profundos, perfectos y sus ojos marcadamente desviados y de color indefinido;  nunca supimos si eran verdes, azules o negros, porque los cubría una película borrosa semejante a la niebla que opaca al sol en las mañanas húmedas de invierno.
¡Chau Dorita!, le gritábamos tapando el canto de las chicharras  trepados a la horqueta del algarrobo donde pasábamos los días y ella resplandecía. Mostraba una   chispa de dulce picardía en su mirada y una sonrisa agradecida en su boca grande de dientes escasos. ¡Chau, queridos!, respondía. Siempre nos llamaba queridos; su voz era melodiosa y había en su acento una mezcla indescifrable de regiones. ¿De dónde habrá venido Dorita?  
Sin proponérselo, se había convertido en el personaje de nuestra infancia. En los atardeceres cálidos solíamos detener nuestros juegos para entretejer una historia  en torno a la vida de Dorita, cada vez una diferente porque nada sabíamos. …

2.

Era primavera porque el perfume del aromito inundaba el ambiente y los racimos    amarillo sol remontaban su vuelo de color hacia el cielo cuando decidimos que ya había llegado el momento de adentrarnos en ese  misterio que nos desbocaba la imaginación. Teníamos que conocer la casa de Dorita y allá fuimos mientras los mayores hacían la siesta. 
Para llegar hasta el lugar donde  vivía tuvimos  que internarnos en la espesura del monte y seguir un buen rato entre saltos y escondijos por una picada serpenteante hasta más allá de la “toldería  wichi”,  
Un cerco de palos  bordeaba el terreno donde su rancho de barro se mantenía milagrosamente en pie. Inútilmente algunas tablas pretendían tapar los agujeros de sus paredes carcomidas por las lluvias. Sobre el techo se amontonaba una pila de pajas desvaídas y prontas a volar ante el primer ataque del viento. Una ventana pequeñita se abría para dar paso a un microscópico haz de luz mientras una lona raída oficiaba de cortina en la puerta de entrada.
¡Dorita no vivía en mejores condiciones que los  wichis! Pero si ella no iba de casa en casa como las mujeres  de la toldería que llevaban  sus bebés en la espalda y cargaban  cotorritas y cacharros para canjear por ropa usada  y pan duro; ellas llamaban así al pan que nunca llegaba a ser duro  porque para nosotros nada era abundante, aunque las madres se las arreglaban y siempre  quedaba un pedazo  para cuando pasaran las paisanas. ¿De qué vivía Dorita?
Acomodamos nuestra curiosidad y casi sin respirar nos quedamos mirando  a través del ventanuco por donde se filtraba un hilillo de humo. Los pájaros  remoloneaban en lo alto de las copas de los árboles, apenas se escuchaba el lamento de las torcazas. Allí, en la semi penumbra,  estaba Dorita con su cuerpo torcido, sentada, inmóvil;   la mirada perdida de sus ojitos desviados de color indefinido. No nos vio, no nos escuchó,  el cofre estaba cerrado herméticamente.
La miramos y, hasta para nuestro inocente entendimiento de esa época, estaba claro que  no había velos que descorrer. Dorita no necesitó contarnos su  historia, palpamos la soledad y sentimos la tristeza, casi podían tocarse con la punta de los dedos. La vimos de verdad y esa visión nos maduró la infancia. Entendimos a las abuelas cuando decían que del fondo de la olla sólo sabe el cucharón.
En puntas de pie, sin hacer ruido, emprendimos el regreso a casa.


 
MÁSCARA - acrílico sobre cartulina
“La vida siempre es trágica pero existen detalles aislados de ella que adquieren un carácter de farsa. (Schopenhauer)
Cuando escribí este relato no sabía que volveríamos a repetir la historia.

KITTY Y  LA VIOLENCIA DEL HAMBRE

La llamamos Kitty  porque nada más verla nos dimos cuenta de que ella habitaba  al este del paraíso como el personaje de la novela de Steinbeck. Tenía unos 8 o 9 años y cursaba tercer grado cuando nuestras vidas se cruzaron.
Nos conocimos con la democracia recuperada hacía apenas un rato y todavía sintiendo  en la boca el sabor áspero de murallas derribadas con los dientes, pero latiéndonos adentro un infinito entusiasmo creador y unas  inagotables  ganas de hacer. Ella venía de extramuros, de allá donde la confinó la dictadura, de aquel lugar donde el hambre dictaba las reglas y la violencia era el alimento cotidiano. En ese submundo de agujeros negros sumidos en la indigencia callada a pura represión nació nuestra Kitty, no sabemos bien si a causa del atropello abusivo o del consentimiento resignado o de la mala bebida en una noche sin luna. Lo que sí supimos después es que a causa del amor no fue.
Habíamos recuperado la democracia, éramos jóvenes y nada nos acobardaba pese a que realidad nos mostraba con toda crudeza que  no teníamos una kitty en tercer grado sino cerca de setenta. Pero la Kitty era linda, de una belleza salvaje: centelleantes ojos pardo claro, melena enmarañada rubio-rojiza  y una piel suave y rosada que se dejaba adivinar bajo las  innumerables capas de mugre que cubrían su carita redonda.
Enseguida supimos  que las herramientas con que contábamos para hacer frente a tanto abandono y desolación eran bien pocas. Nada resultaría si no abandonábamos los viejos esquemas y hacíamos oídos sordos a los mandatos de la pedagogía tradicional; menos todavía si la Kitty era protagonista del desafío.
Ella no aceptaba acercamientos ni mamenguerías, un roce la hacía reaccionar como un puercoespín. No estaba ahí para hacerle la vida fácil a nadie: si había que pelear, peleaba; si había que resistir, resistía atrincherada tras largos silencios estruendosos; si había que hacer llorar a alguien, la Kitty no dejaba pasar la ocasión. No bien sonaba el timbre para el recreo, salía disparada para ocupar un lugar estratégico desde donde acechaba al distraído para arrebatarle el pan – lo mismo un alfajor o un sánguche – que a veces engullía ante el desconsuelo de la víctima y otras veces, sólo lo destruía y más valía que nadie pretendiera pedirle explicación.
Sólo por esto nos hubiéramos declarado vencidas de no hallarnos entonces con un ánimo tan óptimo, tan decididas  a cambiar la realidad. Ella, caso sin remedio en apariencia,  tenía la inteligencia del sobreviviente; sorteaba cualquier obstáculo y lo que no aprendía en el aula, lo aprendía en otro lado. Por eso no fue la típica desfasada en edad olvidada en un rincón.
Nosotras también veníamos del silencio y el terror;  así y todo, con la fe intacta, queríamos borrar la humillación del abrochado y desabrochado del guardapolvo; del atado y desatado de los cordones de la zapatilla que había fabricado una generación de analfabetos funcionales. Por eso, una tarde,  nos adentramos en los senderos del arte, tanteando, sin saber muy bien hacia donde nos llevaría. 
Largo, muy largo fue ese camino. Afecto y paciencia y poemas y música y cuentos y pintura y pan y esperanza y mate cocido y lectura y cariño y juegos dramáticos y charlas y ternura, impaciencia, fastidio, cansancio,  desesperanza, impotencia  hasta que nos topamos  con la poesía para niños de Federico García Lorca y, por fin, ¡dimos en el blanco!.
A todos les gustó y nosotras sentimos que habíamos alcanzado una cima pero a nuestra Kitty,  le tocó el corazón. Después de su encuentro con Federico, ella no fue la misma, como si se le hubiera endulzado un rincón del alma. Se le habían limado las aristas y fue feliz  ese tiempo que duró dos años, no más.  Fueron tan profundos y cálidos sus abrazos que entibia todavía nuestra memoria.
Una noche Kitty desapareció. Dijeron que escapó de su casa y de lo que ya no iba a  soportar;   nunca supimos si era esa la verdad.
Iba a cumplir once años. No volvimos a verla.

 
CUENTA CUENTO - acrílico sobre cartulina