lunes, 1 de agosto de 2016

EL JARDÍN DE MI ABUELA  - acrílico sobre madera


CHE JARÝÍ ES MI ABUELA EN GUARANI

Mi abuela nació guaraní pero nunca lo esgrimió como bandera. Ella era guaraní  por su color, por su estatura, por los rasgos de su cara, por la mirada alegre, límpida, directa de sus ojos pardos. También lo era por su amor a la tierra, por estar integrada a la naturaleza en una sosegada armonía y por esa su manera tan singular de comunicarse con las plantas, los cerdos y las ovejas,  las gallinas y el gallo mañoso, los patos y el ganso mal llevado que, junto con las cabras, era el que  menos halagos recibía.
De seguro, gringa no era pero hablaba una castilla atravesada que nos hacía llorar de risa y ella que era tan sabia, lo disfrutaba; pasados los años pudimos entender por qué la abuela no hablaba de su origen, no mencionarlo la protegía. Suficiente con  ser mujer y pobre, le indicaba su sabiduría ancestral. Pertenecer a una etnia originaria era una piedra más en la pesada mochila que ya cargaba.
Para nosotros era la abuela Che – che que en guaraní significa mi y también yo, un sendero amoroso de ida y vuelta por donde paseó nuestra infancia.  Nunca la relacionamos con la Epifanía que había nacido el 6 de enero, día de la fiesta de adoración de los Reyes, de 1901 cuando el siglo XX daba sus primeros pasos vacilantes. Un amanecer caliente, acunado todavía por los estruendos, las lágrimas y las risas que despidieron el año y el siglo viejos, le dio la bienvenida al mundo.
El personaje de mi relato es mi abuela pero hubo un abuelo, figura esencial en la existencia de sus cinco hijos. Él venía del siglo XIX; montado en su  zaino colorado cruzó la frontera norte de su provincia natal y, sin estridencias, se adentró en el quebrachal. Cuando conoció a mi abuela  rumbeaba por La Forestal, acarreando rollizos de quebracho en una chata tirada por bueyes con la miraba fija en el  horizonte. Nada se interponía entre sus ojos y el lejano punto que iluminaba el sol al amanecer o al caer la tarde. Por entonces él no lo sabía, pero mucho tiempo más tarde sería mi abuelo, un hombre al que amé con toda el alma y que me amó y nos amó desde las profundidades de su silencio. Lo sé porque cabalgaba cientos de kilómetros montado en  un zaino doradillo al que llamaba Tostado sólo para vernos.
Mi abuela había nacido sobre la ribera del Paraná pero bien pronto fue a parar a un caserío perdido en el monte chaqueño donde  el viento del norte agrieta la tierra y la piel; reseca la corteza de los árboles y levanta remolinos de polvo que se mete sin piedad en los ojos, en la nariz, en la garganta y ahí vivía con su familia de braceros del algodón. Apenas se levantaba unos palmos del suelo cuando, cubierta la cabeza y el cuerpo para protegerse de los rigores del clima, comenzó a trabajar en los surcos ayudando a los adultos en lo que podía desde que el sol asomaba apenas  hasta que, como un disco rojo fuego, descendía para perderse en el azul que se oscurecía rápidamente.
Eran los tiempos del Centenario de la Patria cuando lo único en verdad democrático era el estado de pobreza de su gente. El granero del mundo enriquecía a una minoría  y lastimaba por igual a la mayoría arrojándola a los brazos de la miseria. .La escuela no existió para mi abuela ni para los otros  niños y ella, que bien pronto comprendió que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, fortaleció su carácter a fuerza de pura inteligencia natural y se propuso colorear el cristal con que iba a ser mirada porque, como bien lo repitió hasta el final de sus días, todo es según el color del cristal con que  se mira.
Mi abuela era analfabeta pero no ignorante. El que no sabe es como el que no ve, decía y no hubo sacrificio que no estuviera dispuesta a hacer para que sus hijos estudiaran y fue tan firme en su pensamiento que nos convenció para siempre de que  el saber no ocupa lugar. Trabajó toda la vida, aprendió  de la experiencia, nadie como ella para equivocarse y corregir el error; bajaba los santos del cielo renegando contra los hombres abusadores, los patrones explotadores y los comerciantes desvergonzados que robaban en el peso y en el precio. Cuando se promulgó el estatuto del peón, se hizo peronista; no necesito  nada más para pelear por sus derechos, ella sabía que los tenía, sólo le faltaba la herramienta
Nunca dejó de sonreír en más de ochenta años;  ni tan siquiera en la noche en que por fin, después de laborar en su huerta como todos los días, cerró sus ojos. Lo que no aprendió en los libros se lo dictó el corazón. Su capacidad de amar, por sobre cualquier circunstancia de la vida, la llevaba a recoger un niño abandonado o a proteger  una mujer en dificultades, sólo sintiendo... ya tendremos  tiempo de  pensar en lo que puede pasar, decía mientras preparaba una mamadera para el crío o acomodaba un catre para la refugiada.
A su lado, no le temíamos a nada porque también sabía cortar por lo sano y con un “a volar que hay chinches” ubicaba al desubicado. Ella nos enseñó que pertenecemos a este mundo y somos parte de él; que vivir es un regalo maravilloso y hay que abrir los ojos a  la mañana con esperanza y valentía; que confiar en nosotros es la cuestión y que no hay que juzgar a los demás porque del fondo de la olla sólo sabe el cucharón.
La casa de la abuela era de adobe con rincones fresquísimos donde nos ocultábamos durante la siesta para leer historietas; había pilones de revistas  pero mi preferida era Intervalo. También estaba el patio, bajo la parra, que cobijaba nuestros juegos y,  al atardecer, albergaba las historias de duendes voladores y escurridizos que iban y venían entre las hojas en constante movimiento por donde se metía  la indiscreta luz de la luna. Nos gustaba escuchar esos cuentos y nos sobresaltaba  el silbido que atravesaba la oscuridad cuando se invocaba a un ánima  o se escuchaba el lloro .estremecedor de las lloronas.
No todo iba sobre rieles encerados sin tropezones ni  desencuentros en los años en que los primos compartíamos infancia y abuela. Solía arder Troya con más frecuencia de lo que hubiéramos querido pues las hijas  de la abuela, o sea mi madre y sus hermanas, orilleaban dramáticamente el desborde emocional cuando se pasaban las cuentas y con la abuela oficiando de árbitro, el final era corto mano, corto fierro, cada carancho a su rancho y nosotros a esperar el siguiente fin de semana para que nos volviera  el corazón a su lugar porque nos encontraríamos de nuevo en la casa donde nuestra realidad era mágica porque la abuela tenía la virtud de situarnos en un universo hechizado.

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