EL JARDÍN DE MI ABUELA - acrílico sobre madera |
CHE JARÝÍ ES MI ABUELA EN GUARANI
Mi abuela nació
guaraní pero nunca lo esgrimió como bandera. Ella era guaraní por su color, por su estatura, por los rasgos
de su cara, por la mirada alegre, límpida, directa de sus ojos pardos. También
lo era por su amor a la tierra, por estar integrada a la naturaleza en una
sosegada armonía y por esa su manera tan singular de comunicarse con las
plantas, los cerdos y las ovejas, las
gallinas y el gallo mañoso, los patos y el ganso mal llevado que, junto con las
cabras, era el que menos halagos recibía.
De seguro, gringa no
era pero hablaba una castilla atravesada que nos hacía llorar de risa y ella
que era tan sabia, lo disfrutaba; pasados los años pudimos entender por qué la
abuela no hablaba de su origen, no mencionarlo la protegía. Suficiente con ser mujer y pobre, le indicaba su sabiduría
ancestral. Pertenecer a una etnia originaria era una piedra más en la pesada
mochila que ya cargaba.
Para nosotros era la
abuela Che – che que en guaraní significa mi
y también yo, un sendero amoroso
de ida y vuelta por donde paseó nuestra infancia. Nunca la relacionamos con la Epifanía que
había nacido el 6 de enero, día de la fiesta de adoración de los Reyes, de 1901
cuando el siglo XX daba sus primeros pasos vacilantes. Un amanecer caliente, acunado
todavía por los estruendos, las lágrimas y las risas que despidieron el año y el
siglo viejos, le dio la bienvenida al mundo.
El personaje de mi
relato es mi abuela pero hubo un abuelo, figura esencial en la existencia de
sus cinco hijos. Él venía del siglo XIX; montado en su zaino colorado cruzó la frontera norte de su
provincia natal y, sin estridencias, se adentró en el quebrachal. Cuando
conoció a mi abuela rumbeaba por La
Forestal, acarreando rollizos de quebracho en una chata tirada por bueyes con
la miraba fija en el horizonte. Nada se interponía
entre sus ojos y el lejano punto que iluminaba el sol al amanecer o al caer la
tarde. Por entonces él no lo sabía, pero mucho tiempo más tarde sería mi
abuelo, un hombre al que amé con toda el alma y que me amó y nos amó desde las
profundidades de su silencio. Lo sé porque cabalgaba cientos de kilómetros
montado en un zaino doradillo al que
llamaba Tostado sólo para vernos.
Mi abuela había
nacido sobre la ribera del Paraná pero bien pronto fue a parar a un caserío perdido
en el monte chaqueño donde el viento del
norte agrieta la tierra y la piel; reseca la corteza de los árboles y levanta
remolinos de polvo que se mete sin piedad en los ojos, en la nariz, en la
garganta y ahí vivía con su familia de braceros del algodón. Apenas se
levantaba unos palmos del suelo cuando, cubierta la cabeza y el cuerpo para
protegerse de los rigores del clima, comenzó a trabajar en los surcos ayudando
a los adultos en lo que podía desde que el sol asomaba apenas hasta que, como un disco rojo fuego, descendía
para perderse en el azul que se oscurecía rápidamente.
Eran los tiempos del Centenario
de la Patria cuando lo único en verdad democrático era el estado de pobreza de
su gente. El granero del mundo enriquecía a una minoría y lastimaba por igual a la mayoría arrojándola
a los brazos de la miseria. .La escuela no existió para mi abuela ni para los otros
niños y ella, que bien pronto comprendió
que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, fortaleció su carácter a
fuerza de pura inteligencia natural y se propuso colorear el cristal con que
iba a ser mirada porque, como bien lo repitió hasta el final de sus días, todo
es según el color del cristal con que se
mira.
Mi abuela era
analfabeta pero no ignorante. El que no sabe es como el que no ve, decía y no hubo
sacrificio que no estuviera dispuesta a hacer para que sus hijos estudiaran y
fue tan firme en su pensamiento que nos convenció para siempre de que el saber no ocupa lugar. Trabajó toda la
vida, aprendió de la experiencia, nadie
como ella para equivocarse y corregir el error; bajaba los santos del cielo renegando
contra los hombres abusadores, los patrones explotadores y los comerciantes
desvergonzados que robaban en el peso y en el precio. Cuando se promulgó el
estatuto del peón, se hizo peronista; no necesito nada más para pelear por sus derechos, ella
sabía que los tenía, sólo le faltaba la herramienta
Nunca dejó de sonreír
en más de ochenta años; ni tan siquiera
en la noche en que por fin, después de laborar en su huerta como todos los días,
cerró sus ojos. Lo que no aprendió en los libros se lo dictó el corazón. Su
capacidad de amar, por sobre cualquier circunstancia de la vida, la llevaba a
recoger un niño abandonado o a proteger una mujer en dificultades, sólo sintiendo... ya
tendremos tiempo de pensar en lo que puede pasar, decía mientras
preparaba una mamadera para el crío o acomodaba un catre para la refugiada.
A su lado, no le
temíamos a nada porque también sabía cortar por lo sano y con un “a volar que
hay chinches” ubicaba al desubicado. Ella nos enseñó que pertenecemos a este
mundo y somos parte de él; que vivir es un regalo maravilloso y hay que abrir
los ojos a la mañana con esperanza y
valentía; que confiar en nosotros es la cuestión y que no hay que juzgar a los
demás porque del fondo de la olla sólo sabe el cucharón.
La casa de la abuela
era de adobe con rincones fresquísimos donde nos ocultábamos durante la siesta para
leer historietas; había pilones de revistas
pero mi preferida era Intervalo. También estaba el patio, bajo la parra,
que cobijaba nuestros juegos y, al
atardecer, albergaba las historias de duendes voladores y escurridizos que iban
y venían entre las hojas en constante movimiento por donde se metía la indiscreta luz de la luna. Nos gustaba
escuchar esos cuentos y nos sobresaltaba
el silbido que atravesaba la oscuridad cuando se invocaba a un
ánima o se escuchaba el lloro
.estremecedor de las lloronas.
No todo iba sobre
rieles encerados sin tropezones ni
desencuentros en los años en que los primos compartíamos infancia y
abuela. Solía arder Troya con más frecuencia de lo que hubiéramos querido pues
las hijas de la abuela, o sea mi madre y
sus hermanas, orilleaban dramáticamente el desborde emocional cuando se pasaban
las cuentas y con la abuela oficiando de árbitro, el final era corto mano,
corto fierro, cada carancho a su rancho y nosotros a esperar el siguiente fin
de semana para que nos volviera el
corazón a su lugar porque nos encontraríamos de nuevo en la casa donde nuestra
realidad era mágica porque la abuela tenía la virtud de situarnos en un
universo hechizado.
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