Hoy 1º de julio, el papi cumpliría 88 años si
no le hubiera dado por apurar el último trago pegándole al palo de los 82 allá
por el 2006. Era un tipo especial que andaba por la vida con las alforjas
cargadas de historias en una mezcla estrafalaria de héroes de la mitología
griega, yasí yateré y el pombero con los rosa cruces de México, del mismo modo
que hacía convivir una gárgola con un enano de jardín y el pato Donald en el
mismo espacio sobre pisos que seguían los mandatos de la estética de Gaudí.
Nos construyó un caballo de Troya y nos leyó
la colección completa de Monteiro Lobato. Seguro que no sabía que nos estaba
abriendo la más grande de las puertas por donde entraríamos a la fortaleza que
nos sustentaría en las buenas y en las malas de los años por venir.
La convicción libertaria que lo animó se
azotaba los cuernos contra los muros de la desconsiderada realidad cotidiana pero
nos marcó a fuego y, tal vez, por eso nunca tuvimos dudas acerca de donde
estamos parados por lo que somos y no por lo que tenemos.
Pocas cosas lo indignaban más que la
injusticia y se acordaba con frecuencia de Sarmiento porque, como al prócer,
también a él una mentira lo indigestaba más que un pepino. Por suerte podía
recurrir a la fantasía de un vuelo mayestático que lo elevaba por encima de sus
propias miserias y por sobre la canalla que hace miserable la vida de la gente
de buena leche.
Amaba los domingos y el chamamé. Cuando
entrabas a su patio te recibían el aroma de las glicinas y la cadencia de la
acordeona de don Isaco, de Cocomarola o del viejo Tarragó. Pero Horacio Guarany
era su preferido quizá porque el “potro” cantaba en versos las verdades que él,
a menudo, decía en prosa.
El papi era un gran tipo, como decía Antonio
Machado, “más que un hombre al uso que
sabe su doctrina fue en el buen sentido de la palabra, bueno”,
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